THE OBJECTIVE
Ignacio Peyró

La decisión es morir o ser mejor

Sustituimos la moral por la terapia Y transitamos del portarse bien al sentirse bien

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La decisión es morir o ser mejor

Sustituimos la moral por la terapia Y transitamos del portarse bien al sentirse bien

Del “dolorido sentir” a la angustia existencial, convertir la tristeza en heroísmo no sólo fue una coartada inmejorable para el ligue sino una tradición intelectual muy reputada. ¿Qué pasó con la melancolía para que ahora sólo quede depresión? La galerna interior de un Byron está hoy al alcance de cualquier agente bancario descontento con su jefe. Será que en un mundo que ha banalizado la felicidad, la infelicidad –inevitablemente- también quedó banalizada.

Hay un abuso de psicología devenida en psicocháchara, en tránsito de las cátedras universitarias al populismo emocional. Eso no sólo está en el Diario de Patricia. Brigadas de becarios asisten a los familiares de los muertos en un accidente: las únicas palabras que tienen prohibidas son “sé fuerte”. Las empresas funerarias ya ofrecen ‘packs’ de consuelo telefónico con una telefonista que no conoce ni al que murió ni al que le llora. En el botiquín hacemos un espacio para los tranquilizantes junto a las aspirinas y los antidiarreicos. Cocaína, heroína, barbitúricos, anfetaminas, benzodiacepinas, antidepresivos: henos ahí en busca de la píldora de la felicidad, en todo lo que va del láudano al litio. Es, muchas veces, la medicalización de cualquier comportamiento normal y humano, como son la experiencia del dolor y la tristeza, la angustia y la conciencia de finitud, todo el tesauro de la infelicidad de los hombres. Por supuesto, si la tristeza implicaba una carencia, la depresión alimenta un cierto halago al presentarnos como víctimas de algo, aunque sea de la química cerebral.

Buscamos un remedio, aquí y allá, quizá algo ciegos a la noción de que no hay vivencia completa sin contradicción. Existen decenas de miles de títulos de autoayuda en Amazon, miles de “transformación personal”: un arte de magia, sin el contrapeso de la exigencia ética. Felicidad, infelicidad: cada una tiene sus sucedáneos; uno de los más viejos de la felicidad es buscar exactamente lo que queremos oír. Es así que sustituimos la moral por la terapia, transitamos del portarse bien al sentirse bien y resulta más importante la autoexpresión que el autodominio. El mal comportamiento llevaba al castigo y hoy sólo lleva al médico. En verdad, hay algo raro en formar parte de las primeras generaciones que han dejado de entender el mundo como valle de lágrimas: dramas aparte, era la percepción de que el dolor nos constituye y, por tanto, algo tiene que ver con la construcción del carácter y la lucha interior que nos mejora. A Abraham Lincoln, loco de melancolías, le tenían que retirar las cuchillas de afeitar de su cuarto. Dejó escrito: “la decisión es morir o ser mejor”. Fue mejor.

Hay un problema en pensar que somos las heridas que nos hemos curado: también somos las heridas que no nos hemos curado, las que no se curarán. La tolerancia a la frustración y las artes del descontento se aprendían, tradicionalmente, en la adolescencia. Aprenderlas bien era importante, porque se nos fijaba la idea de que –al final- en la vida era mucho más decisivo ser dignos que ser felices o infelices. No es una filosofía que vaya a apoyar la Coca-Cola, pero constituía un ideal deseable y practicable de la nobleza humana. “Job tomó entonces un pedazo de teja para rascarse, y permaneció sentado en medio de la ceniza”. Hay veces que tampoco podemos hacer mucho más.

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