La edad del hiperindividualismo
«Apuesto a que muchos lectores están pensando que esto del hiperindividualismo tiene un nombre de toda la vida: la obsesión por el propio ego es lo que siempre hemos llamado ser un crío»
Hace varios años una de nuestras mejores sociólogas, Helena Béjar, llevó a cabo una investigación iluminadora. Ante el auge de oenegés, fundaciones, voluntariados y demás entidades dedicadas a hacer el bien, Béjar se puso a preguntar a los que participaban en esas iniciativas algo muy sencillo: ¿por qué lo hacían? Nótese que el interrogante no iba dirigido a sus dirigentes; estos ingresan a veces cantidades suculentas como fruto de su bondad hacia los demás. El máximo responsable de Oxfam, por ejemplo, cobra unas 128.000 libras al año (más de 142.000 euros al cambio actual). Es sin duda un motivo de peso para ponerse a hacer el bien. No, la encuesta estaba encaminada a conocer los motivos que tenían los meros voluntarios para gastar su tiempo, y a veces incluso su dinero, en tan altruistas tareas.
Las respuestas que obtuvo fueron tan significativas que Béjar las recopiló en un libro, El mal samaritano, con el que ganó el Premio Anagrama de Ensayo. ¿Qué le había llamado tanto la atención? El alto número de nuestros filántropos que realizaban ese tipo de tareas por motivos, curiosamente, egocéntricos.
Muchos, especialmente entre los jóvenes, reconocían que para ellos ayudar era un modo de ayudarse a sí mismos: te sientes mejor cuando has visto a un pobre, a un enfermo de Alzheimer o a un impedido llevar una vida mucho más dura que la tuya. A veces no se trataba solo de sentirse bien, sino incluso de ensoberbecerse: “El orgullo personal de decir ‘qué bueno soy’. Eso te anima muchísimo”, confesaba un entrevistado. Otros participaban en el voluntariado por estricta prescripción facultativa: su psiquiatra les había recomendado cuidar de alguien por si podían así aliviar su propio abatimiento. En fin, también estaban los profesionales maduros, que se ocupaban en causas benéficas para ocultar su frustración laboral: atascados en trabajos que estaban lejos de llenarles, recurrían a acciones caritativas para sentir que, por fin, al menos un par de horas a la semana, respondían a su vocación. “El voluntariado es una suerte de cobertura moral del fracaso” sentenciaba en estos casos, sin remilgo alguno, Béjar.
Quizá no lo notemos, de tan inmersos como nos encontramos en una sociedad individualista, pero todos esos motivos tenían un rasgo común: son motivos que atañen al propio voluntario, no a la sociedad, o a los ayudados, o a la justicia, o incluso a uno u otro dios. Estas últimas pueden ser y a menudo han sido en la historia razones para atarearse por los demás. Como también lo han sido la lucha por una sociedad utópica. O sentirse responsable del mal que hay en el mundo. O considerar que nada de lo humano te es ajeno. O viva la gente, que la hay donde quiera que vas. Pero hoy, sin embargo, cada vez son menos motivaciones externas las que nos estimulan incluso cuando ayudamos; nuestra generosidad cada vez tiene más que ver, por paradójico que parezca, conmigo mismo y mi organismo, y bien poco con el de los demás.
Este boom del individualismo incluso en tierras que aparentemente serían su opuesto (el altruismo) lleva lustros llamando la atención de otro sociólogo, en este caso francés: Gilles Lipovetsky. De hecho, le ha dado un nombre bien rotundo: para él ya no debemos siquiera hablar de individualismo, se nos ha quedado corto; habitamos tiempos de hiperindividualismo.
Quizá al lector le sorprenda esta contundencia: ¿no vivimos una época en que cada vez más personas se sienten parte de una identidad común y ansían disolverse en ella? ¿No estamos ante un apogeo de los nacionalismos, ante un resurgir de los fundamentalismos religiosos, ante un empeño de todos por fundirse cada cual en su colectivo (las mujeres, los gais, los distintos grupos de inmigrantes, los negros, los pensionistas, los triscaidecáfobos) y olvidarnos allí de que yo soy yo?
Lipovetsky naturalmente no ignora estas olas; pero se fija, como hizo Helena Béjar, en qué es lo que tapan bajo su superficie. Y así, igual que un altruista aparente puede ocultar en realidad a un egocéntrico, también la aparente sumisión a esos colectivos puede responder a un capricho del yo. Lo notó hace ya años Eric Hobsbawm, cuando bromeaba sobre el curioso dato de que entre 1960 y 1990 (los años en que empezó la boga de las identidades) el número de estadounidenses que se presentaba como “indios” o “nativos” americanos casi se cuadruplicó (de medio millón pasó a unos dos millones). Evidentemente, esto no se debía a una fertilidad inusitada en tan solo treinta años, sino simplemente al hecho de que más personas habían elegido verse (y que las vieran) como descendientes de una u otra tribu. Colectivos que elige el individuo: esa es la ironía de nuestros días. Algo similar está pasando con el fundamentalismo islámico: a menudo son jóvenes musulmanes los que optan por afiliarse a mezquitas más y más radicales, obedecer a imanes más y más integristas, alejándose así del islam más moderado de sus familias (o del que ellos mismos profesaban poco tiempo atrás). Es una decisión estrictamente individual.
También en los nacionalismos podemos observar idéntico fenómeno. ¿Hay hiperindividualismo en ellos? Miremos al más cercano: el separatismo catalán. ¿Qué razón se ha dado para que tantos catalanes le digan al resto de los españoles: “No queremos vivir con vosotros, apartad, no queráis compartir el mismo país”? Por supuesto se exponen a veces razones lingüísticas, se juega incluso con las genéticas, pero en el fondo el argumento estrella ha sido siempre el voluntarista: es lo que queremos, dejadnos elegir, yo decido, yo prefiero una Cataluña sin España, esto debe ser un absoluto, así es la democracia, queremos votar. En la era del hiperindividualismo, era previsible que los egos quisieran incluso elegir su propio país, sus propias fronteras, quién es compatriota y quién no. Pronto, con el transhumanismo, quizá podamos elegir incluso nuestra especie o en qué soporte (o bien un cuerpo de carne y hueso, o bien unos bits en un superordenador) preferimos vivir.
Apuesto a que muchos lectores están pensando que esto del hiperindividualismo tiene un nombre de toda la vida: la obsesión por el propio ego es lo que siempre hemos llamado ser un crío. Y quizá lo único que pasa es que estamos cada vez más rodeados de niños grandes. No voy a descubrir aquí que muchos profesores viven asombrados por cómo los padres de sus alumnos, con excesiva frecuencia, resultan más caprichosos, más quejicas, más tiránicos que los hijos a los que de ese modo tan raro pretenden ayudar. ¿Estamos, quizá, ante el reverso tétrico de aquel mandato evangélico, “Sed como niños” (Mt 18:3)? ¿Nos hemos quedado con la parte equivocada de esa analogía (el egocentrismo infantil) y no con la debida (su inocencia)? En tiempos de hiperindividualismo, líbrenme los cielos de pretender ser yo el que elija la respuesta correcta: te la dejo, naturalmente, a ti, soberano individuo lector.