THE OBJECTIVE
Félix de Azúa

Nuestra casa

«El actual rostro del planeta es un invento que comienza a fines del siglo XIX. No es fácil de entender una indiferencia de 2.000 años, ni por qué se interrumpe»

La peseta cultural
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Nuestra casa

Imagen de la tierra desde el espacio.

Tenemos (y cada tiempo tiene la suya) una visión imaginaria del planeta y no nos incomoda ignorar su fundamento científico, su «verdad». Hay, por decirlo así, una zona de comodidad en la ignorancia que caracteriza cada momento histórico. Nosotros, sobre todo por influencia de la televisión, imaginamos a nuestro planeta como una esfera de color azul desde que comenzaron a llegar imágenes tomadas por los satélites y los astronautas, aunque sabemos que el color azul está en nuestros ojos, pero no en el espacio.

¿Qué hace esa bola en medio de un cosmos infinito, ocupado por miles de trillones de galaxias compuestas, a su vez, por quintillones de astros? No lo sabemos, pero tan tremenda incógnita sólo preocupa a un puñado de científicos y un residuo de teólogos, aunque la divulgación de la ignorancia tiene mucho público y abarca todo el cine y las novelas de ciencia ficción. Desde luego de momento las llamadas explicaciones cosmogónicas, como la del big bang, no explican nada, sino que aún oscurecen más la incógnita del origen del universo.

No hay que preocuparse en exceso. Basta con comparar nuestra ignorancia con lo que ignoraba gente como Goethe, Napoleón, Balzac, Franklin o Tolstoi para percatarse de que la ignorancia sobre el mundo, sobre nuestra casa, no nos impide llevar a cabo obras de inmensa creatividad. Puede parecer un rasgo de cinismo, pero en realidad la fuerte inquietud por saber cómo está hecha la Tierra es un fenómeno que apenas cuenta cien años. Y si me permiten un exabrupto, no nos hace ninguna falta averiguarlo. Eso no quiere decir que no sea una cuestión de lo más curiosa y emocionante.

Acaba de aparecer un libro bastante deficiente (está hecho de artículos pegados unos con otros de cualquier manera) titulado Terra incognita, de Alain Corbin (Acantilado), profesor emérito de la Sorbona, un ensayo incompetente, pero que trae una buena cantidad de informaciones sobre este asunto de la cosmogonía como para valer la pena. La conclusión es curiosa: hace apenas 200 años que la ciencia comenzó a separarse de la visión del mundo que expuso Aristóteles. Durante dos mil años las poblaciones humanas, o bien eran indiferentes, o bien se explicaban la Tierra como una aparición mítica, un milagro o un castigo divino. Como decía el epicúreo Anatole France: «La ignorancia nos da tranquilidad; la mentira, felicidad». Así fue durante miles de años. Y de pronto, hace dos siglos escasos, comenzó una nerviosa avalancha científica.

«El sentimiento más extendido acerca de los fenómenos físicos no era la curiosidad o la inquietud, sino el miedo»

El sentimiento más extendido acerca de los fenómenos físicos no era la curiosidad o la inquietud, sino el miedo. Y contra ese miedo se comenzó a alzar la enorme fortaleza de la ciencia física y la cosmogonía. Por eso Corbin comienza su relato a partir del terremoto de Lisboa que en 1755 arrasó la capital y provocó una ola de terror por todas las ciudades europeas, aunque no se enteraran hasta un mes más tarde. Nadie sabía qué era un terremoto, ni cómo se producía, si acaso no era un castigo divino como pensaba la mayoría de la población menos Voltaire.

La cuestión que se levantó en aquel momento con toda urgencia era la de cómo se producen los cambios en la superficie terrestre y por qué razones y causas físicas los paisajes tienen la forma que tienen. Una pregunta difícil de contestar cuando no existía la menor noción sobre las montañas (el primer ascenso al Mont Blanc tuvo lugar en 1787, sin consecuencias), ni sobre los volcanes, ni sobre las fosas marinas, ni sobre los glaciares que no empiezan a estudiarse en serio hasta 1840, ni sobre la atmósfera indiferenciada de la estratosfera hasta 1902, y así sucesivamente.

En fin, el actual rostro del planeta es casi todo él un invento que comienza a finales del siglo XIX, pero nosotros lo vivimos como si siempre hubiera sido así. No es fácil de entender una indiferencia que había durado dos mil años, ni por qué se interrumpe. Acabo con un ejemplo que no viene en el Corbin: cuando Humboldt hizo escala en Tenerife, en su navegación hacia Sudamérica, quiso ascender el Teide, pero no encontró un solo guía en toda la isla. A nadie se le había ocurrido que un volcán activo pudiera tener el menor interés y nadie había subido para inspeccionar el cráter. Faltaban pocos meses para el comienzo del Ochocientos. El planeta iba a cambiar de cara a velocidad vertiginosa.

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