La selva oscura
«Los compañeros de pupitre, como los profesores, los juegos del recreo, el matón de clase y el rancho del comedor, vienen siempre dados»
Los amigos de la infancia tienen más que ver con lo infantil que con la amistad. ¿Qué nos une a ellos? Más allá de los recuerdos compartidos en el patio y en torno al Mario Bros, poca cosa. Fácil es ventear el aroma de lo siniestro, efluvio que emana, según Freud, de todas aquellas cosas familiares que han devenido extrañas. Hay quien se embaula cinco cubatas antes de acudir a una reunión de antiguos alumnos, igual que los tuareg toman té hirviendo para soportar la calorina. A quien mata con fusil se le fusila. Lo pesado se combate con lo pesado.
¿Será cierto eso de que la familia no se elige pero los amigos sí? No siempre. Al fin y al cabo, sólo elige quien puede elegir. Y la mayoría de la población mundial no lo hace; come arroz y bebe agua de charca. Los compañeros de pupitre, como los profesores, los juegos del recreo, el matón de clase y el rancho del comedor, vienen siempre dados.
Quien mejor lo ha entendido es el filósofo Javier Gomá (Bilbao, 1965). La inveterada amistad entre el idealista Tristán (que preferiría que lo engañasen los demás a desconfiar de ellos) y el cuñao Félix (el no ya lo tengo, laverdaque, yo sinceramente y otros tantos latiguillos) en Quiero cansarme contigo es una de las más felices de la literatura reciente. Galaxia Gutenberg la recupera en la trilogía Un hombre de cincuenta años, donde el autor aborda ese momento en que uno toma conciencia de la excesiva seriedad de la vida.
En el monólogo Inconsolable, también incluido aquí, se hablaba de ese «demonio del mediodía» que visita a muchos hombres al franquear esa selva oscura del Infierno de Dante, nel mezzo del cammin di nostra vita. En la citada comedia moral Quiero cansarme contigo, los cincuenta adoptaban una forma escénica: «Caen sobre vosotros como si cayera un pesado telón al final de un acto. Y muchos lo vivís como si fuera el final, no de un acto, sino de toda la función, y de ese error de cálculo nacen las chifladuras que hacéis a destiempo». Con todo, es Las lágrimas de Jerjes, hasta ahora inédita, la que expone la crisis de la mediana edad con mayor profundidad filosófica.
Jerjes llora desconsoladamente en el monte Abido, maguer no es la derrota militar en Salamina lo que lo aflige. Acaba de descubrir el «sucio secreto», en expresión de Gomá: esos miles de hombres que desfilan ante su trono, más firmes que una vela y en perfecto estado de revista, estarán muertos dentro de cien años. Leída en paralelo al libro VIII de la Historia de Heródoto, en Las lágrimas de Jerjes se agiganta la figura de Atosa, madre del protagonista, y se redime la de Artábano, soslayado en las recientes recuperaciones del tema aqueménida y convertido aquí en héroe discreto. La pieza remata la trilogía dramática del autor. Esta, vista en su conjunto, forma uno de los sillares maestros de su obra.
Las escenas compartidas por el cincuentón Esquilo y el jovencito Pericles dejan un recuerdo imborrable. Después de que el primero estrene Los persas con resonante éxito, el segundo le dice: «No te suelto porque traes impregnada la felicidad de esta tarde». ¿Hay, en tiempos de distancia social, mayor prenda de amistad? Pericles todavía no ha llegado a ser quien será, pero ya intuye algo valioso: que la virtud es munífica, dadivosa, de manera que quien la porta siempre está haciendo regalos. Virtus de illo exibat et sanabat omnes, dice el Evangelio de Lucas, porque la virtud que sale es la virtud que sana. Si uno se arrima, puede que se le pegue algo.
Perdido seguiría Dante en la selva oscura de no haber aparecido Virgilio. Si, como ha enseñado Gomá, no hay mayor magisterio que la emulación, inducir afinidades electivas es alta pedagogía. Evítese el empalagoso confite de la nostalgia: los amigos del cole no son pasadizos a la Arcadia feliz, sino pesados grilletes que nos atan a lo que somos. ¡Pobre quien carezca de ellos! Cosa bien distinta son las amistades virtuosas, regalía de unos pocos, que son como sarmientos vigorosos que nos enderezan hacia nuestra mejor versión. Por eso la admiración es el fulcro de todas ellas.