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Victoria Carvajal

La soledad de Trump: ¿una oportunidad para la reconciliación?

«Me quedo con una lección: el populismo basado en fomentar la polarización de la sociedad tiene un recorrido limitado»

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La soledad de Trump: ¿una oportunidad para la reconciliación?

Carlos Barria | Reuters

Salvo sus seguidores más fanáticos y un puñado de exaltados abogados en busca de fama, Trump se ha quedado solo en su infundada acusación de robo electoral y su negativa a reconocer a Joe Biden como el 46 presidente de los Estados Unidos. Ni sus correligionarios ni los directivos de las grandes corporaciones siempre afines a los presidentes republicanos le han apoyado. Y eso es una buena noticia. La soledad de Trump representa la triste culminación de un mandato populista que ha usado la polarización ideológica como principal herramienta para ejercer el poder, dejando un país aún más dividido y descontento que el que se encontró cuando ocupó su cargo hace cuatro años. ¿Puede la negativa del Partido Republicano y del poder económico a apoyar a Trump en este nuevo intento de asalto a la democracia allanar el camino a la reconciliación de las dos Americas? Son muchas las heridas abiertas y el odio engendrado, pero es un primer paso. El futuro presidente Biden sabe que el país se enfrenta a dos desafíos demasiado grandes como para seguir ahondando en la división: la contención de la pandemia y la necesidad de impulsar el crecimiento para salir de la grave crisis económica que azota a EEUU. Y en ese tono conciliador ha hablado cuando se ha dirigido al país. Ya es algo.

“¿Dónde está el GOP?! ¡Nuestros votantes nunca lo olvidarán!”, advertía Eric Trump en su cuenta de Twitter, recriminando a los miembros del partido Republicano (GOP) que no han apoyado la teoría de fraude electoral con la que su padre ha querido cuestionar la propia legitimidad del sistema. Porque pretender impugnar el recuento de los votos cuando los resultados te son adversos y romper con el pacífico traspaso de poderes, del que siempre ha sido un ejemplo EEUU, supone cruzar todas las líneas rojas. Incluso para los republicanos que en esta legislatura han apoyado al controvertido presidente. A pesar del impeachment, de las 26 acusaciones de acoso sexual y las cerca de cuatro mil demandas presentadas en su contra. El clan Trump, en un estilo mafiosillo que delata sólo a algunos cuando se enfrentan a la adversidad, ha optado por ejercer la amenaza. Son demasiados los intereses que hay en juego. Empezando por la posibilidad de que Trump pierda la inmunidad una vez deje de ser presidente y sea imputado en alguno de los casos en los que está siendo ahora investigado, como cuenta el New Yorker

Es relevante que los más prominentes representantes del partido rojo como Mitch McConnell, el líder de la mayoría republicana del Senado, Marco Rubio, el senador por Florida o Mitt Romney, cerraran filas desde el principio para defender la legitimidad de las elecciones e insistir en la importancia de contar “cada voto”. Pero también y ya antes de las elecciones, la mayoría de las grandes empresas, temiendo la inestabilidad que iba a producir el caos electoral con el que amenazaba Trump, se habían alejado del presidente. Según una encuesta de octubre elaborada por la Universidad de Yale, el 77% de los directores de las grandes compañías estadounidenses se declaraba partidario de votar a Biden. Un vuelco notable en un estamento habitual y mayoritariamente afín al candidato republicano, por su disposición a legislar a favor de la desregularización, la bajada de impuestos o el fomento del libre comercio. 

Así como la bajada del impuesto de Sociedades del 35% al 21% al principio del mandato llegó en el momento adecuado para suavizar los malos resultados de muchas de las grandes compañías a raíz del parón económico que experimentaba el mundo en 2016, las posteriores políticas populistas aprobadas por Trump fueron minando la confianza de estas en el presidente. Ya fuera su empecinamiento en abrir una guerra comercial contra todo el mundo y, en especial, contra China, encareciendo la importación de algunos productos necesarios para sus cadenas de producción, o la imposibilidad de contratar ejecutivos y mano de obra cualificada por la restrictiva e indiscriminada política de inmigración. Todo ello fue en contra de su competitividad.

La desastrosa gestión de la pandemia[contexto id=»460724″] por parte de la Administración Trump, comparable ya a la desafortunada posición de liderazgo que ostenta España en lo que se refiere al número de contagiados y de fallecidos por millón de habitantes?, y las amenazas de no aceptar un resultado electoral a menos de que fuese él el ganador pusieron la guinda. Trump se convirtió en un personaje antisistema, que evidenció la brecha abierta entre el establishment financiero, económico y político republicano, y las bases del partido, esos votantes de Trump que se concentran en las zonas rurales o industrialmente deprimidas del país y cuyos miedos y pulsiones tan bien ha sabido canalizar el derrotado presidente a su favor para dividir a la sociedad. 

Y aquí estamos. Gracias a la participación masiva y al cambio de voto de un par de millones de estadounidenses. Cabe preguntarse entonces, ¿qué tipo de política económica se espera que aplique un Biden que ha concitado tan diversos intereses? La mayoría republicana que mantiene el Senado ha de moderar alguna de las iniciativas recogidas en su programa electoral. La primera es que tendrá que renunciar a parte de la subida de impuestos que aspiraba a aplicar a las empresas. ¿Del 21% subirá a un 28%? Desde luego no al 35% anterior, imposible de aplicar en un en torno recesivo como el actual y con el Senado en contra. 

Ese aumento en la presión fiscal se espera vaya a ser compensado por el Plan de Emergencia para Salvar la Economía de Biden, un paquete de estímulo por valor de 2 billones de dólares (más del doble de los 750.000 millones de euros aprobados por la Unión Europea) para invertir principalmente en la mejora de las infraestructuras, en energías verdes y en ayudas sociales para mantener la renta de las familias en tiempos de pandemia, puestas en marcha por la Administración Trump pero interrumpidas después, con el fin de evitar el colapso del consumo, principal motor de la economía estadounidense. También la esperada desescalada que ha prometido Biden en la guerra comercial declarada a China y a algunas industrias europeas, que han sido respondidos con medidas de represalia contra algunos productos estadounidenses, puede ayudar a restablecer las relaciones comerciales y permitir que estas recuperen su papel de motor del crecimiento mundial, en beneficio de todos.

La incógnita es qué hará el nuevo presidente con las grandes corporaciones tecnológicas como Google (Alphabet), Facebook, Apple o Microsoft, que representan una quinta parte del valor de total de Wall Street y que, para que nos hagamos una idea, en septiembre pasado llegaron a valer más que el total de todas las compañías europeas cotizadas.

Washington, republicano y sobre todo demócrata, ya ha avisado que quiere recortar su posición de dominio en el mercado. Es algo sano e inherente al sistema, eso de frenar los abusos de posición. Pero no hay que subestimar el poder de los lobbies que llevan trabajando desde hace meses. Veremos. 

Otro sector en peligro es el del gas y el petróleo. Trump revirtió todas las medidas que le perjudicaban. Pero en la agenda demócrata está volver al Pacto de París y fomentar las energías limpias. La industria se verá castigada, pero el plan de reconstrucción brinda una oportunidad para el florecimiento de un sector de energías limpias que en la vasta geografía del territorio estadounidense tiene mucho recorrido.  

Pero partimos de una situación adversa. De un déficit fiscal que alcanzó el 4,6% del PIB en 2019 se puede cerrar el año 2020 en el 16%. Y Biden sólo propone gastar. Pero si eso impulsa la economía y crea empleo, en la mejor tradición keynesiana, supondrá también más ingresos fiscales. Es el único camino a seguir cuando se espera que la economía retroceda cerca de un 5% este año. Ese estímulo fiscal y una política ultra laxa como el que la Reserva Federal viene aplicando. Con tipos de interés a cero e inyectando el dinero que haga falta al sistema, la financiación de la deuda, que ya ha superado el 100% del PIB, sigue siendo asumible siempre que el crecimiento económico tome el relevo y permita ir reduciendo los desequilibrios y consolidar las cuentas. Esa es la fórmula. 

Son enormes los desafíos a los que se enfrenta la nueva Administración Biden. Pero me quedo con una lección: el populismo basado en fomentar la polarización de la sociedad tiene un recorrido limitado. La clave ha sido que los partisanos en un momento crítico como este se han puesto del lado del Estado de Derecho, de la Ley. Y evitado una mayor degradación de una democracia consolidada como la de EEUU, cuya defensa de las libertades ha sido siempre un referente para el mundo. 

Porque de eso se trata, de evitar que las derivas iliberales, vengan de los nuestros o los contrarios, pongan en riesgo la legitimidad de la democracia y la convivencia. Y hay que tener la valentía no sólo para verlo si no para oponerse. Como estas elecciones en EEUU han demostrado. Ojalá en nuestro país tomemos nota. Y se reconozca el daño que hacen las políticas populistas y la doble vara de medir fruto enfrentamiento cainita que hoy tanto está tensionando nuestro Estado de Derecho.

¿Movilizarse contra la Ley Mordaza que ni siquiera ha derogado este Gobierno progresista pese a sus promesas, pero no contra la Ley de Desinformación con todas sus lagunas legales y tras haber sido cuestionada por la mayoría de asociaciones de periodistas? ¿De verdad nos ciega tanto la ideología como para no ver los abusos de poder y el atentado que se comete contra nuestros derechos fundamentales? La unión en la defensa de lo elemental es más necesaria que nunca para poder hacer frente a los enormes desafíos que se nos han echado encima. Y estos son, no olvidemos, el control de la pandemia y la salida de la crisis económica. ¿Hay esperanza? Si tras el destrozo de la Administración Trump, esa sociedad construye algo, nada está perdido. Tampoco, quiero creer, en España.

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