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Jorge Freire

La taberna de Platón

«Cuando la sinceridad es una virtud moral y la vida privada se politiza, solo queda desplegar los avíos y abrirse de capa»

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La taberna de Platón

Pedro Acosta | AP

Leí en su momento La piel fría, de Sánchez Piñol, atizado el interés por las opiniones que encontraba aquí y allá: misterio y aventura; buena prosa; aroma lovecraftiano… Todas esas cosas estaban ahí, pero funcionaban como el «enjambre de virtudes» de que Platón hablase: quizá descollaran por separado, pero juntas no parecían compatibles. Sea como fuere, la novela tenía alguna que otra frase interesante. Por ejemplo, la que sintetiza la relación del protagonista, aislado en una isla recóndita, con el farero. Imaginemos -venía a decir- a dos personas durmiendo juntas y hablando en sueños: así son nuestros diálogos.

Lo mismo sucede cuando hablamos de política. Lo que llamamos diálogo no es, salvo excepciones, sino una serie de soliloquios simultáneos. De vez en cuando, la sonora fe del energúmeno, por decirlo con el verso de Jorge Guillén, irrita el oído con injusto atropello. Bastaría un alfilerazo para desinflar la gigantomaquia, pero muchos, de un tiempo a esta parte, prefieren ponerse a soplar.

Merced a la polarización de los últimos años, del inicio del proceso soberanista al auge de la derecha populista (digamos, de Junqueras a los yunqueros), mantenerse en el aurea mediocritas es exponerse a una pedrada. Cuando la sinceridad es una virtud moral y la vida privada se politiza, solo queda desplegar los avíos y abrirse de capa. Recuérdese que, en el momento álgido del terror, algunos miembros de la Convención sobreactuaban en su papel de revolucionarios: ser vistos como moderados habría sido la peor de sus desgracias. Todo equidistante, diríamos hoy, es un sicario del relativismo.

Inolvidable es el personaje galdosiano de José Izquierdo, estelar secundario de Fortunata y Jacinta: un exaltado que, en gracia a lo caricaturesco, era motejado con el marbete de «Platón», pues tenía la costumbre de comer en un plato muy grande. El buen hombre, al que no cabe confundir con el filósofo antes citado, exigía, al vapor de los efluvios etílicos, hacer un racimo de horca con las cabezas de Castelar y Pi «¡por moderaos, por moderaos!». Su voz ha salido finalmente de la taberna, como el sabio de la cueva, y se oye por doquier.

¿Hay en nuestro tiempo corriente más caudalosa que el energumenismo? Si eres hábil espurreando odio (la boca con espuma, con decisión de espuma…), el resentimiento puede llevarte en andas. Situarse in media virtus es, por tanto, motivo de sospecha para el profeta que esgrime el palo y para el acólito amurriado que blande la antorcha. Cuando se va por la vida a bayoneta calada, uno solo se encuentra tibios. Como decía el Zaratustra de Nietzsche, no son nuestros pecados, sino nuestra moderación, lo que clama al cielo. 

Un libro que sí me ha gustado, y mucho, es La distancia del presente (Akal). Encomiable es el esfuerzo de su autor, Daniel Bernabé, por separar el grano de lo vigente de la paja de la actualidad y, así, explicar la década que termina. Haciendo honor al título de este ambicioso ensayo, Bernabé se aleja del lienzo y bosqueja una serie de ondas sísmicas cuyo epicentro sería la crisis de 2008. El crack sería una suerte de espoleta retardada que terminaría detonando en 2011, con la reforma del artículo 135 y el rescate bancario. Sus mejores páginas son, a mi juicio, las dedicadas al 15-M. Este, «hipnotizado por un furor solipsista» (p. 55), daría paso a una victoria aplastante del PP. No son pocas las enseñanzas que ofrece la indignación, sustancia dúctil que, en función de quien la emplee, puede servir para cualquier cosa.


En este vídeo, Jorge Freire nos habla del último libro de Ramón González Férriz, La trampa del optimismo, en el que el autor cuenta que «el optimismo de los noventa era esencialmente infundado».

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