THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

La vida sin Morricone

Se ha escrito mucho estos días sobre el maestro transalpino, destacando sobre todo su proteica producción como autor de bandas sonoras

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La vida sin Morricone

Luca Bruno | AP

“Todo sube y baja / El sonido de tu risa / Morricone lo escribió / Soplando al viento”, cantaba Blur en 2003 en uno de sus temas menos conocidos. A pesar de su melodía adhesiva y sus arreglos afilados, Morricone nunca fue incluido en ninguno de los álbumes oficiales del cuarteto británico, sino en la cara B del single Good Song, como si Damon Albarn y sus compinches albergaran cierto pudor a la hora de confesar su admiración por el compositor italiano, fallecido el pasado lunes a los 91 años.

Se ha escrito mucho estos días sobre el maestro transalpino, destacando sobre todo su proteica producción como autor de bandas sonoras, con más de 500 partituras en su haber. Y no hay duda de que la historia del cine hubiera sido diferente sin la huella de Ennio Morricone. Pero poco se ha dicho de sus escarceos con otros géneros musicales y, sobre todo, de su inmensa influencia en la producción discográfica de toda una época: desde los años 60 hasta nuestros días, de la vanguardia experimental a la chanson francesa, pasando por el cool jazz o el samba, sin olvidarnos de nuestros queridos Blur.

«Él es El Padrino, simplemente no se puede hacer nada mejor”, declaró en su día Albarn a la BBC en referencia a la música de la épica historia de gánsteres Érase una vez en América (1984). El cantante inglés nunca ha ocultado la deuda con los hallazgos sonoros de El bueno, el feo y el malo (1966) que se percibe en la pieza Clint Eastwood de su banda paralela Gorillaz.

Incluso la estrofa «I got sunshine in a bag» es una frase extraída directamente de los diálogos del filme de Sergio Leone, cuando se refiere de esa forma a una bolsa de oro el personaje de Rubio: icono eterno del espagueti western interpretado por Eastwood que quedará para la posteridad con su poncho raído, mirada escrutadora, falta de escrúpulos y rapidez con el gatillo.

Yo he crecido viendo una y otra vez la llamada Trilogía del Dólar en sesión continua en desaparecidos cines de barrio madrileños como el Fundadores, el Becerra, el Voz o el Marvi. Por un puñado de dólares (1964), La muerte tenía un precio (1965) o la citada El bueno, el feo y el malo (1966) son magníficos subproductos de serie B que sentaron las bases de un género y de una nueva forma percutante de escribir los scores del salvaje oeste, que incluía el uso constante del arpa de boca y la armónica para las secuencias de presentación de los personajes, la guitarra española y las castañuelas para las escenas de los duelos, así como solos de trompeta, silbidos, golpes de látigo, instrumentos inusuales e inquietantes efectos de sonido.

Muchos de los escenarios en los que se filmaron dichos largometrajes estaban en nuestro país y uno en particular, el típico pueblo del far west, con su oficina del sheriff y su saloon, se hallaba en la finca de mi tío Pepe en Tabernas (Almería). Cada Semana Santa, los rodajes se interrumpían –¡era la España de los 60!– y los niños aprovechábamos para jugar a pistoleros en sus calles polvorientas libres de equipos de rodaje. Lo que más nos fascinaba era entrar y salir de la cantina a través de su swinging door: esa puerta doble de madera que se abría indistintamente para ambos lados y servía lo mismo para irrumpir en el local a tiro limpio que para expulsar a empujones a un tahúr o un borrachín. ¡Qué tiempos felices!

Algo después, ya pre-adolescente, acaso llevado por la fascinación de aquella iconografía y las partituras de Morricone, me compré un arpa de boca, que el otro día descubrí al abrir un cajón. Era de la marca italiana Scaccia Pensieri, fabricada en latón con imprimación dorada y repujada con la misma figura ornamental que tantas veces hemos visto en los bordados de algunas camisas vaqueras. Un gadget que suscitó inmediatamente las envidias de mis compañeros de pupitre y del que yo intentaba torpemente extraer sonidos pulsando rítmicamente su lama mientras mi cavidad bucal hacía de caja de resonancia y un amigo rasgueaba torpemente una guitarra. De ahí a caer fascinado por el punk y la nueva ola, apenas mediaron un par de años…

Volviendo a Morricone, les aconsejo que lean –si no lo han hecho ya– el artículo del productor de cine Enrique López Lavigne en Babelia, donde reivindica la faceta más electrónica y experimental del compositor romano, desde su etapa con el Gruppo de Improvvisazione Nuova Consonanza, en la que aplicaba las enseñanzas de John Cage y Goffredo Petrassi, hasta sus bandas sonoras más innovadoras, que influirían lustros más tarde en el acid jazz, el trip hop o el electro. Y hay muchas otras facetas semi-desconocidas de este titán de las partituras: “Trabajando con él, descubrí sus grandes habilidades en el ajedrez, su pasión por el equipo de fútbol de su ciudad (Associazione Sportiva Roma) y el orgullo de ser romano”, ha indicado a La Repubblica el escritor Antonio Monda, autor de un estupendo libro de conversaciones con nuestro héroe titulado Lontano dai Sogni (Ed. Ingrandimenti, 2010).

Efectivamente, Morriccone era un ajedrecista tan consumado que no dudó un minuto al aceptar en 2006 el encargo de escribir el himno para la Olimpiada de Ajedrez que tuvo lugar aquel año en Turín. “El ajedrez es más que un simple pasatiempo. Es algo importante: una filosofía, una forma de conocerse mejor, un espejo de la lucha de la vida”, declaró entonces.

Hoy todos los aficionados a la música y el séptimo arte honran la memoria de este creador que fue capaz de adaptar sus composiciones a todos los géneros de la gran pantalla (comedia, terror, cine negro, western, erotismo, cine de autor…), asumiendo como si nada encargos de los más grandes cineastas europeos y estadounidenses: Dario Argento, Giuseppe Tornatore, Brian de Palma, John Huston, John Boorman, Terrence Malick, Bernardo Bertolucci, Henri Verneuil, John Carpenter, Barry Levinson, Oliver Stone, Warren Beatty, Roland Joffé, Pedro Almodóvar, Quentin Tarantino…

La vez que mas cerca he estado de acercarme al genio fue cuando trabajé como Special Marketing Manager en Virgin Records y, en mi rol de productor ejecutivo, seleccioné los 34 temas que integraban el doble elepé recopilatorio Tutto Morricone (1995). En el track list figuraban, como no podía ser de otra manera, grandes éxitos como El bueno, el feo y el malo, Hasta que llegó su hora, Novecento, Sacco y Vanzetti, La misión o Érase una vez en América; pero también piezas de culto menos obvias como los temas principales de El clan de los sicilianos, Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha

Chi mai, La batalla de Argel, El trío infernal, La tragedia de un hombre ridículo, ¡Agáchate maldito! o El profesional.

Con ocasión del lanzamiento, llamaron desde Italia para ofrecer al Magazine de El Mundo una entrevista con il maestro. Como por aquel entonces, yo era el crítico musical de dicho dominical, el redactor jefe me la quiso encargar a mí. Aduje ciertas dudas deontológicas (“No debería hacerlo yo, siendo el productor del disco”) y recomendé para el trabajo a mi colega y amigo Alberto Luchini, que había escrito los prolijos textos del libreto interior. La interviú se realizó por fax usando un aparto que yo mismo tenía en casa y Morricone nos respondió de su puño y letra a la media hora. Luchini todavía guarda preciosamente aquellos folios caligrafiados.

Ya no produzco recopilaciones para la industria discográfica, pero he sustituido aquella actividad fascinante por la de hacer compulsivamente listas en Spotify. Tienes la máxima libertad y casi ninguna limitación, ya que no es preciso negociar derechos de autor ni de reproducción. Estos días he estado dando vuelta a una playlist dedicada al difunto Ennio y no he querido abundar en sus obras instrumentales para el cine, sino en su faceta más desconocida de arreglista y compositor de música popular o vanguardista, sólo o en compañía de otros.

Aquí están, para los fans, desde sus colaboraciones con compatriotas como Mario Lanza, Rita Pavone, Mina Mazzini, Luigi Tenco, Gianni Morandi, Ornella Vanoni o Gino Paoli, hasta sus encuentros con estrellas de la chanson como Mireille Mathieu o Françoise Hardy, pasando por incursiones en el jazz (Helen Merrill, Chet Baker) y el pop anglosajón (Paul Anka, Sting, k.d.lang, Pet Shop Boys, Morrissey) o incluso álbumes completos a dúo con la lusitana Dulce Pontes o el rey de la MPB Chico Buarque. Y terminamos con la antología Crime and dissonance, una ocurrencia de Mike Patton (a la sazón cantante del grupo rockero Faith No More) que he conocido gracias a Diego A. Manrique y que nos revela el tremendo cóctel estilístico de nuestro protagonista mezclando (Diego dixit) “rock, jazz, músicas étnicas o psicodelia al servicio de argumentos truculentos”. Que ustedes lo disfruten.

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