La realidad en blanco y negro
«La singularidad de la historia de ‘La llamada’, de Leila Guerriero, adquiere una dimensión literaria, histórica y personal pocas veces contemplada»
Un libro
La llamada. Un retrato. Leila Guerriero. Anagrama, 2024. 432 páginas. 20,90 euros
El 29 de diciembre de 1976, una joven, militante montonera, nada menos que en el servicio de inteligencia de la organización, Silvia Labayru, fue secuestrada por fuerzas militares protagonistas del golpe militar producido unos meses antes, en marzo, contra el Gobierno de Isabel Martínez de Perón. Ese mes de marzo de 1976 comenzaba una larga y terrorífica dictadura en la que se sembró el miedo y el horror en la sociedad argentina. Una dictadura que se iba a caracterizar por un hecho horrendo: los desaparecidos, todos aquellos detenidos, que fueron miles, y sufrirían, además de las torturas, las vejaciones y las humillaciones, el silencio.
El libro de Leila Guerriero es una crónica, un retrato, un relato espeluznante que gira en torno a la persona de esa joven de 20 años, Silvia, hija de un oficial de la Fuerza Aérea, educada con la sofisticación propia de su clase y de esos años, y el entorno político, social, familiar, grupal (los amigos, los compañeros de militancia) que envuelve toda la historia. Conducida a la siniestra ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), allí durante catorce días, mientras sufría un calvario de salvajadas (picana, golpes, violación), aislada del resto, embarazada de cinco meses, sería, posteriormente, utilizada como traductora de lo que la prensa internacional se comentaba sobre la dictadura, aún más, obligada a acompañar al no menos siniestro oficial Alfredo Astiz e infiltrarse, como supuesta hermana del militar, en el movimiento de las Madres de Mayo, con las consecuencias que ello tendría: la desaparición de dos monjas francesas y el posterior escándalo internacional.
«Leila Guerriero muestra, con un ritmo de vértigo, una prosa tan cercana como vigorosa, todos los claroscuros de la historia»
En la ESMA tendría, sobre una mesa, a su hija Vera (que los militares entregarían a los abuelos maternos), y saldría milagrosamente, porque salir del infierno era un milagro en sí, en junio de 1978 con destino Madrid, donde viviría durante 40 años. Leila Guerriero, como en obras anteriores, muestra, con un ritmo de vértigo, una prosa tan cercana como vigorosa, todos los claroscuros de la historia, de manera particular las primeras 150 páginas son un extraordinario ejemplo de lo que ya Rodolfo Walsh había comenzado, todo un género, tan periodístico como de un profundo valor literario, en Operación Masacre (1957).
El repudio que sus antiguos compañeros manifiestan hacia Silvia cuando llega a Madrid —por qué, he ahí la pregunta— es otro de los asuntos caros a este libro. La singularidad, el formidable acierto de Guerriero es colocar al lector en el océano de ambigüedades que rodean a este nuevo sufrimiento de Labayru, en el contexto del exilio. Sale de un infierno para entrar en otro. Una pesadilla que pareciera no tener fin. La nómina de personajes que recorren las páginas dibuja una geografía de época inmejorable, con los matices, los detalles —la vida está en los detalles—, la contemplación de los hechos tras el tiempo transcurrido, el cuestionamiento de aquellos jóvenes que ya no lo son a la hora de redactar el libro, sobre la violencia política, los ideales, para muchos, ilusorios en los que creyeron, las acciones que llevaron a cabo.
«Queda la historia de una generación destrozada por la violencia de Estado, y tal vez, por ellos mismos»
El tiempo, sí, el tiempo es un juez implacable, desvela las sombras, las inquietudes, los destinos de ellos y, claro, en especial, de ese personaje que se dibuja a lo largo de más de 400 páginas que es Silvia Labayru. Porque la singularidad de la historia, con todas y cada una de sus complejidades, hay que insistir en ello, por no ser tan habitual, adquiere una dimensión literaria, histórica y personal pocas veces contemplada. Era una realidad en blanco y negro, en la que todos los matices de gris apenas se distinguían. Queda la historia de una generación destrozada por la violencia de Estado, y tal vez, por ellos mismos, pero eso que cada uno responda desde lo más íntimo de su biografía. Y quedan esos años oscuros protagonizados por una dictadura asesina que, como bien resumió el título del informe que el ya presidente constitucional Raúl Alfonsín solicitó al poco de acceder a la jefatura del Estado, solicitó a diversas personalidades democráticas, y presidió el escritor Ernesto Sábato: Nunca más. Amén.
Una película
Siempre nos quedará mañana. Dirección. Paola Cortellesi. Intérpretes. Paola Cortellesi, Valerio Mastandrea, Vinicio Marchoni, Romana Maggiora
Volvemos a ese género que colocó al cine italiano de postguerra en lo más alto del pedestal cinematográfico internacional: el neorrealismo. Rodar ahora un filme bajo esa premisa podría considerarse anacrónico, fuera de época, absurdo, antiguo. Todo lo contrario de lo que es posible que se considere después de ver Siempre nos quedará mañana.
«Paola Cortellesi presenta en su primera película una tragicomedia que emociona al espectador»
Una trama familiar que, en su simplicidad, o mejor, sencillez, descubre cómo se puede contar un capítulo de la vida de gentes sin historia. Tan sencillas como el planteamiento de la película. La clave es cómo se cuenta. Eso que denominan la forma en que una historia está contada. Porque lo que aquí presencia el espectador es algo tan cotidiano como el camino hacia el matrimonio. Tras la Segunda Guerra Mundial, una familia enredada en la sobrevivencia, la madre se multiplica en oficios domésticos para llevar dinero a casa, un padre en el que la violencia, y el desprecio a los que tiene al lado, parece su razón de vivir, una joven, Delia (la propia directora) cuyo máximo anhelo es salir de esa pesadilla cotidiana, con abuelo y hermanos pequeños incluidos, todos componen un fresco tremendo, una vida acorralada entre cuatro paredes que asfixia y deprime.
Paola Cortellesi presenta su primera película en la que carga un aluvión de emociones, de instantes y esperanzas, sin un gramo de sentimentalismo, una tragicomedia que emociona al espectador sólo por la delicadeza, la elegancia estética de cada plano. En esa fotografía de la clase obrera romana que recuerda, o al menos se acerca, a los clásicos del género. La apuesta era arriesgada, pero Cortellesi, rodeada de un plantel de interpretaciones excelente como el que integran Valerio Mastandrea, Vinicio Marchoni, Paola Cortellesi, consigue que las cerca de dos horas de duración se conviertan en un viaje al interior de una familia y unos anhelos tan entrañables y tristes que emocionan sin más. Y esto en el cine de hoy, es mucho.
Una taberna
Tempranillo. C/ Cava Baja, 38. Madrid
El vino, también, puede ser una realidad en blanco y negro, todo depende de lo que Leonard Cohen comentó cuando le regalaron una caja de botellas de Château Latour tras un recital: la clave son las sensaciones. Y si la vida, de acuerdo con Cohen, es una sucesión —a veces caótica, otras maravillosa— de sensaciones, nada como plantarse en la Cava Baja madrileña, entrar en la taberna, auténticamente taberna Tempranillo, mirar, arrobado, la pared, tras la barra, poblada de botellas de vino y empezar con los chipirones con cebolla, seguir con el revuelto tempranillo, no sin antes haber hecho el prólogo con la cecina aliñada y la ensaladilla de ventresca. Y a vivir, o a soñar, o quedarse ahí a contemplar «como se pasa la vida tan callando», porque con lo que tenemos encima se impone la recomendación de los antiguos y aprender El arte de callar, un poco, al menos. Y a barajar.