THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Los del dedito

«La crítica de las críticas, la superioridad de las superioridades es ponerse estricto con quienes luchan de tu mismo lado»

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Los del dedito

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Vivimos en la edad del dedito. Si la Ilustración representó la era de la cabeza y el Romanticismo la del corazón; si se ha dicho que los judíos formaban el pueblo del oído (su Dios habla, pero no se ve), mientras que los griegos constituían el del ojo (y sus delicias); si 1969 fue el año en que el hombre holló con su pie la Luna y 1989 en el que trepó con manos y piernas hasta lo alto del Muro de Berlín, nuestra condición en cambio aparece hoy menos noble. No es ya nuestro órgano ni cabeza, ni corazón, ni oído, ni ojo, ni pie, ni mano, ni piernas. Es solo el dedo. O, peor aún, el dedito.

Merced al dedito recorremos las páginas digitales del teléfono móvil; también mediante él transitamos por nuestras redes sociales y nos mensajeamos con parientes o empleados bancarios. Quizá por ello los dedos hayan acabado ensoberbecidos y reclamen para sí una primacía que se hallan lejos de ameritar. Hastiados del tacto de una pantalla, han retomado otra actividad que siempre ejercieron, pero de la que ahora abusan cual toxicómanos. Nuestros deditos se han puesto, desquiciados, a señalar.

Mas no consagraremos este artículo a cualquier tipo de señalamiento; ya lo hicimos, en su día, con el que realizan ofendiditos y escandalizaditos a todos los que les ofenden y escandalizan sin cesar. Tampoco hablaremos ahora de quienes se señalan a sí mismos exhibiendo sus «opiniones lujosas»; ni tampoco a quienes, ingenuos, creen que sirve de algo señalar a un presunto árbitro invisible cada inmoralidad que cometen nuestros gobernantes: hace tiempo que ese árbitro dejó de existir.

Hoy, en cambio, nos dedicaremos al dedito más dedito de todos: el meñique de los deditos señaladores, podríamos decir. Hoy hablaremos de ese hábito que se ha extendido, cual pandemia, entre personas del centro y la derecha (con papel estelar para los moderaditos). Nos referimos al dedito acusador que se reserva para personas de más o menos tu misma tendencia política, pero que nuestros queridos señaladores prodigan con mucha mayor saña de cuanta jamás emplearían contra personas ubicadas al otro lado de la brecha ideológica.

Los motivos de este particular sesgo son evidentes. Son multitud los que creen encumbrarse moralmente al señalar con el dedito a cuantos hagan algún mal. Ahora bien, ese autoenaltecimiento se cobra algunas pulgadas de propina cuando se realiza contra quien, en teoría, menos tendencia deberías tener a denostar: quien piensa de modo similar a ti. Los adictos a este dedito piensan que, al fin y al cabo, cualquier vulgar tuitero es capaz de criticonear a políticos o activistas del bando contrario. La crítica de las críticas, la superioridad de las superioridades es ponerse estricto con quienes luchan de tu mismo lado. Nuestro propietario del dedito se ve entonces como una suerte de aristócrata digital.

Con todo y con eso, nos bastará caminar unos cuantos pasos atrás para comprender que lo que él considera excelso quizá no lo sea tanto. A menudo, nuestros señaladores del meñique me han sugerido una imagen bien distinta. ¿No se asemejan a una señora ricachona que mira tras los visillos de su chalé, con escándalo, cada majadería cometida por las tropas izquierdistas; pero que tampoco olvida exhibir su mohín de asco ante cualquier mancha de barro en el uniforme de los soldados que le defienden el jardín? ¿No suenan sus protestas a veces como grititos porque quienes combaten le han pisoteado las azaleas (y sin duda algo de razón tiene: pisar flores ajenas suele estar mal), sin recabar en que esas botas militares que le acaban de destrozar los parterres protegían a su vez la verja que insaciables asaltantes ansiaban derribar?

Nuestro querido fan del dedito se muestra un tanto cegato a estos detalles, mientras repite de memorieta un ramillete de eslóganes («el fin no justifica los medios», «no hay que caer tan bajo como ellos», «cuando combates a un monstruo, ten cuidado de no volverte tú uno de ellos») que, si se los tomara en serio, notaría enseguida que resultan bien fáciles de cuestionar.

Tomemos por ejemplo el maquiavélico lema de que «el fin justifica los medios». Sin duda representa una máxima peligrosa si con ella entendemos que cualquier fin bueno justifica cualquier medida (por muy inmoral que sea) que a él nos conduzca: que vale mentir, robar o matar siempre que el resultado de nuestras acciones, al final, sea algo valioso. Pero una cosa es que «el fin justifica los medios» sea una frase que no siempre sea cierta. Y otra muy distinta es considerar que es una frase que siempre resulte falsa. No lo es.

A veces, basta pensarlo un poco, el fin claro que justifica los medios. Empujar a una persona por la calle es, generalmente, una actitud poco recomendable. Pero si al pegarle un empujón le evito ser atropellado por una camión, ahí el fin (salvarle la vida) claro que ha justificado el medio (someterle a un contundente empellón). El ejemplo es igualmente válido si a la persona a la que sacudo es otra diferente a la que al final salvo: un fin bueno a veces claro que justifica medios malos. No siempre, pero a veces sí.

Y quizá los soldados que combaten en tu jardín para evitar que la izquierda siga metiéndose en tu vida, en tu familia, en la educación de tus hijos, en los beneficios de tu trabajo, en tu segunda residencia, en el dinero que pagas por los peajes, en las hormonas que suministrará a tus hijos, en controlar tus redes sociales, en permitir la delincuencia, en corromperse, en crear con tus impuestos una red clientelar; quizá los soldados que luchan por evitar todo eso empleen también en ocasiones medios no del todo inmaculados. Pero quizá el fin que persiguen sí los justifique. ¿Han tirado por tierra tus geranios burgueses, han conmovido a los gnomos de piedra con que adornaste tus muros, han enturbiado el agua de la fuentecilla que embellece tu césped? Bien, pero ¿y si han salvado, con todo ello, a tu hijo de ser atracado, hormonado o adoctrinado? ¿Tan poco aprecias el bienestar de tu prole como para fijarte solo en el precio del gnomo que sus defensores, ay, han despedazado?

Mucho me temo que, en el fondo, quizá tu problema otro: quizá aún vivas en una de esas urbanizaciones lujosas, en que el rumor de los combates se escucha solo como un sonido, lejano, al llegar la noche. Y duermes confiando en que nunca llegará hasta las puertas de tu propiedad. Si este es tu caso, ¡ojalá tengas razón, y los invasores jamás amenacen todo lo que más amas! Pero escucha sus discursos y contempla sus actos, con frialdad, algún día: no parece ser esa su intención.

Termino. Como nuestros aficionados a los deditos son expertos en elevarlos, quizá alguno sienta la tentación de volverlo ahora contra mí, y decirme: «Oh, tú, que afirmas repudiar los deditos; oh, tú que nos dices que no los deberíamos emplear para señalar; ¿no estás acaso usando asimismo ahora una especie de dedito acusador contra quienes solemos manejar tales deditos? ¿Y no caes de tal modo tú en lo mismo? ¿No es lo tuyo un metadedito, también?».

Concedo razón a esta posible crítica. Un servidor no está viviendo sus más relajados días. Anda preocupado con lo que nos está pasando en España, en Europa, en el mundo. Eso sí, permítaseme hacer un matiz importante: en mi caso, no es el meñique el dedo que elevo contra los del dedito. Tampoco, quizá, pulgar, anular ni índice. Un servidor no está viviendo sus más relajados días, lo he reconocido ya.

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