THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

¡Mi sopa está fría!

«Alguien dijo que una sopa era la mejor forma de empezar cualquier comida porque cumplía la función de hidratar y alimentar a un tiempo. Y yo me atrevería a añadir que una buena sopa fría, en plena canícula, refresca y tonifica mucho más que cualquier cóctel exótico, sorbete imaginativo o caña mal tirada»

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¡Mi sopa está fría!

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«¡Camarero, mi sopa está fría!», cuentan que exclamó Richard Ford la primer vez que le sirvieron un gazpacho. En octubre de 1830, el autor británico había llegado con su familia a Sevilla, donde fijaría su residencia los siguientes tres años. Durante aquel tiempo, el hispanista recorrió buena parte de nuestro país en diligencia o a caballo, escribiendo notas de cuanto veía en una serie de cuadernos que terminarían dando lugar al célebre libro de viajes A Handbook for Travellers in Spain and Readers at Home (1845).

Aquel memorable Manual para viajeros por España (y lectores en casa) –que los interesados harán bien en buscar en la traducción que realizó Jesús Pardo para Turner en 2004– se convertiría en una éxito editorial de su época y en una de las obras esenciales para entender cómo vieron la piel de toro, sus costumbres y su gastronomía los intrépidos viajeros decimonónicos. Al margen de todo ello, no he encontrado la dichosa anécdota del gazpacho consignada en ninguna de sus páginas, así que probablemente se trate de otra leyenda urbana.   

La historia me ha venido a la cabeza ahora que la actual ola de calor amenaza con batir nuevos récords de temperaturas veraniegas y conviene, más que nunca, alimentarse con cualquier cosita liviana, de ingesta fresca y digestión ligera. Y en esas circunstancias, ¡qué mejor que un socorrido gazpacho!

El gazpacho es esa sopa fría, de origen campesino, que no tiene rival en el mundo mediterráneo como primer plato de un sencillo almuerzo estival. Ya saben: tomate, pan, aceite, vinagre, sal, ajo, agua, pimiento… Se le atribuye origen moruno, aunque el condumio que pudieran tomar los súbditos de Abderramán sería harto distinto del actual, ya que los más característicos de los ingredientes actuales fueron importados de América, como es el caso del tomate y del pimiento.

Se trata de un invento prodigioso, que ha ido evolucionando e incorporando elementos con el paso de los siglos. Ya en la era de Horacio, los segadores se reponían del duro esfuerzo diario tomando un majado a base de ajos y hortalizas. Juan Valera dijo que “es saludable después de las faenas de la siega, y tiene algo de clásico y de poético”. Y Marañón aludió a sus virtudes nutricionales: “La vanidad de la mente humana venía considerando el gazpacho como una especie de refresco para pobres, desprovisto de propiedades alimenticias. Ignoraban que el instinto popular se había adelantado en varias centurias a los profesores de dietética”.

Como buen plato popular, las recetas de gazpacho son muchas y discutidas. En Extremadura le agregan cebolla; en Sevilla, pepino… Produce, además, numerosas variantes que responden a distintos apelativos, según las materias primas empleadas o el espesor de la crema: el salmorejo cordobés, el zoque malagueño, el aguaíllo de Lora, la porra antequerana, las cachorreras de Churriana… o ese primo lejano que es el ajoblanco, donde la almendra sustituye al tomate.

La gran popularidad que ha adquirido este plato en los restaurantes celtíberos “ha perjudicado mucho su calidad y sobre todo su autenticidad”, opinaba Manuel Martínez Llopis, “convirtiéndolo en una sopa fría de color almagre que nada tiene que ver con el auténtico gazpacho”. Para colmo, desde hace casi tres décadas, en las mesas de alto copete se ha adoptado la costumbre de enriquecerlo con bogavante u otros productos caros, en busca de contrastes cada vez más atrevidos.

“¡Valiente idea, con lo difícil que resulta encontrar un gazpacho decente en esta ciudad!”, exclamarán algunos. Y no les falta razón. Sin declararme un purista inflexible de una receta que admite tantísimas variantes, siempre he visto en estos emparejamientos –ya un poco viejunos– una forma divertida y diferente de abordar un plato tan familiar y querido.

El invento se remonta a los años 80, cuando alguien tuvo la ocurrencia de colocar encima de la rica sopa medio bogavante cocido. Hay quien opinará que aquello carecía de interés culinario y se trataba, en plena década despilfarradora, de aplicar el producto de lujo a la cocina popular para justificar luego facturas astronómicas. Eran, imagínense, los tiempos en que los jóvenes yuppies aspiraban a emular a Mario Conde y toda una nueva generación de gourmets lampantes descubría las alegrías de comer caviar de esturión albino o trufa blanca de Alba.

De aquellos tiempos vertiginosos y vacuos, fantásticamente descritos por Joaquín Sabina en su álbum finisecular 19 días y 500 noches (“Y por esas ventas del fino La Ina / Pagando las cuentas de gente sin alma / Que pierde la calma con la cocaína / Volviéndome loco / Derrochando la bolsa y la vida”), yo me quedo con el recuerdo de la receta con bogavante de Las Cuatro Estaciones, con aquel truquillo añadido de sustituir el vinagre por un chorrito de limón para avivar el color del tomate. Pero también de otros templos capitalinos igualmente extintos como El Olivo, donde Jean Pierre Vandelle le añadía berberechos, un sorbete del propio gazpacho y unas gotas de oloroso. O del Goizeko Kabi, donde Jesús Santos le agregaba centollo con mayonesa y dados de tomate seco y confitados. Madrid era, en bastantes sentidos, una fiesta.

Incorporar a la mezcla alguna fruta de temporada también iba de maravilla para epatar a aquellos aprendices de foodies que todavía no habían descubierto el vocablo extranjerizante. Así que Abraham García, en Viridiana, le ponía fresas trituradas y lascas de jamón. Pero la mayor de todas las excentricidades fue aquel salmorejo maorí de La Gastroteca, creado en homenaje a la soprano neozelandesa Kiri Te Kanawa. Por supuesto, la mayoría de los asiduos de aquel bistrot pionero de Chueca nos inclinábamos por la preparación clásica de la receta, que figuraba igualmente en la carta, en la cual Stéphane Guerin mostraba su maestría empleando dos tipos de tomate, cinco aceites, pimienta y estragón.

Luego llegó la deconstrucción –no la de Jacques Derrida, sino la de Ferrán Adrià– y los discípulos aventajados de este último no repararon en fuegos artificiales. Se empieza con aquel simpático aperitivo que Sergi Arola servía en La Broche: polenta helada de gazpacho con crujiente de albahaca, pepino y espuma de yogur. Y se termina en ese tomate nitro –elaborado con nitrógeno y gelificante– acompañado de gazpacho verde y tartar de quisquillas, que hizo famoso a Dani García en toda Andalucía y que hoy se puede probar todavía en la Dani Brasserie del hotel Four Seasons de la Villa y Corte.

Paralelamente, el mismísimo Adrià se animó a experimentar con otros clásicos de la estación igualmente nobles. Y, así, su ajoblanco con langostinos y ceps abrió definitivamente la veda. Las sopas frías habían entrado para siempre en la vanguardia, siendo precisamente el ajoblanco uno de los favoritos de esta tendencia imparable.

El ajoblanco es, como ustedes saben, esa crema ligera y blanquecina, de origen posiblemente mozárabe, que debe su nombre al generoso uso de ajo en su elaboración. Lo del tono lechoso le viene dado por el resto de ingredientes: miga de pan, agua, aceite, vinagre, sal y, desde luego, almendra machacada.

La almendra procede de Persia y el ajo, al parecer, de Egipto, así que su implantación en la cuenca mediterránea debió de ir casi paralela, aunque su definitivo encuentro de este plato icónico no consta en los anales culinarios, entendiéndose que la primera cita literaria del mismo que conocemos se halla en La mesa romántica de Rafael Castellano (siglo XIX) y la receta es sin duda mucho más antigua.

Hay fábulas maravillosas en torno al fruto seco con el que se elabora, destacando la de aquella hija del rey Midas que murió de melancolía, al quedar soltera, y en cuyo cadáver brotó un delicado almendro. O aquella otra del califa árabe que fue expulsado de Córdoba –donde tenía plantados miles de almendros para que su amante castellana no echara de menos la nieve– y, a su regreso triunfal, descubrió que sus adversarios habían arrancado su árbol más preciado, el único que le proporcionaba almendras amargas, imprescindibles según algunos connaisseurs para dar el toque maestro (en la proporción de una almendra amarga por medio kilo de las normales) a nuestro preciado ajoblanco.

Sobre la cuna de la sopa fría más pálida, todavía se discute, centrándose el debate entre Málaga y Córdoba. En su Breviario del gazpacho, José Briz apuesta por la zona malagueña de Nerja –de donde, dice, viene la tradición de enriquecer el plato con uva moscatel–; explica que en Priego de Córdoba se sustituye la almendra por harina de habas y apunta que el ajoblanco con pasas maceradas en vino dulce “es una exquisitez morisca de Benalmádena”.

Igual que su primo-hermano tomatero, el ajoblanco ha sido objeto en los últimos lustros de infinitas adaptaciones posmodernas, por cortesía de nuestros inventivos cocineros, hallándose entre mis favoritas el ajoblanco con cangrejo que Sacha Hormaechea todavía prepara en ocasiones en ese must capitalino que es Sacha o las diversas variantes que ha ido concibiendo durante toda su carrera el chef malagueño José Carlos García: con ciruela estofada y compota de manzana; con granizado de vino tinto, canela y vainilla…

José Carlos, por cierto, también ha reinterpretado espléndidamente otro monumento de la cocina andalusí como es el gazpachuelo, que tiene su origen en las sopas de pescadores de la Costa del Sol, a las que tradicionalmente se incorporaba una mayonesa elaborada solo con yema de huevo. Pero es un plato que se sirve caliente, así que no nos desviemos de nuestro tema.

Alguien dijo que una sopa era la mejor forma de empezar cualquier comida porque cumplía la función de hidratar y alimentar a un tiempo. Y yo me atrevería a añadir que una buena sopa fría, en plena canícula, refresca y tonifica mucho más que cualquier cóctel exótico, sorbete imaginativo o caña mal tirada.

En Madrid, urbe de climatología extrema y estómagos inquietos, la cremita veraniega es casi una necesidad terapéutica para combatir esa mezcla de calina sahariana, contaminación renqueante, invasión de polillas y aroma de secarral que se nos echa encima cada estío y que sólo se compensa con unos atardeceres rosáceos, parsimoniosos y una agitación noctámbula indudablemente rejuvenecedora.

Pero como sopa veraniega no podemos admitir cualquier líquido gélido de color dudoso, insípido y casi aguado, sino algo más digno de tal nombre, con cuerpo y con fundamento. Recuerden, como decía el difunto Lorenzo Millo, que “en las versiones más corrientes, en especial en las zonas turísticas, por gazpacho se ofrece un sopicaldo frío y avinagrado, que muy a gusto hubieran incorporado los Borgia, de haberlo conocido en su época, a la colección de sus venenos”. Amén a eso.

Preocúpense, pues, de buscar las mejores versiones artesanas del mismo, antes de lanzarse sobre cualquier producto industrial en formato brick. No admitan innovaciones ni emparejamientos más allá del sentido común. Acompañen siempre estas alegres cremas estivales con alguna manzanilla de Sanlúcar o un blanco bien ácido y seco tipo Chablis, de forma que la hidratación sea tan placentera como completa. ¡Y olvídense del calor, diantres, que pronto estaremos de vacaciones!

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