THE OBJECTIVE
Daniel Capó

Necesitamos respuestas

«¿Qué hicimos mal para cosechar estos frutos?»

Opinión
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Necesitamos respuestas

Los judíos tenían a su disposición el orgullo de la pregunta, que como tal es más bien poca cosa. Preguntamos aquello que ignoramos y que desearíamos saber. Nada les gusta más a mis hijos, por ejemplo, que preguntarme a todas horas sobre las cuestiones más variopintas, como si uno fuera Google o la Enciclopedia Británica; pero entiendo bien por qué lo hacen: al preguntar anhelamos respuestas que actúen de respaldo. Obtener respaldo equivale a encontrar sentido. El orgullo de la pregunta es la humildad epistemológica del que indaga las puntas de un sentido, ese filo aguzado.

Refiriéndome a los judíos, he dicho tenían porque desconozco si ese mundo cultural ha cambiado. Sospecho que no; al menos, no del todo. En alguna ocasión he escrito sobre la práctica ritual de los cuatro niños de la Torá: un relato que las familias judías recuperan todos los años. De entre sus distintos hijos, el padre no debe preocuparse en exceso ni del sabio, ni del rebelde, ni del patán; sólo debe recelar del abúlico, del niño que no plantea preguntas; no por timidez, sino porque carece de ellas. El orgullo de la autosuficiencia asoma por allí. También el de la ignorancia. No sólo falta la studiositas, esa seriedad propia del saber, sino incluso la mera curiositas de una mente despierta.

Los judíos tenían a su disposición el orgullo de la pregunta, Occidente tiene la conciencia de sus limitaciones. Esta es, al menos, la tesis de Rémi Brague en La vía romana. Somos europeos sencillamente porque acarreamos con la herencia de mundos diversos. Pienso que también esa es la lección de Eneas quien, entre las llamas de Troya, cargó a su padre sobre sus espaldas y se lanzó al exilio en busca de una nueva patria. Tradición y esperanza: eso sería Europa.

Lo que no somos es olvido ni duda: nihilismo. O, mejor dicho, no lo éramos. Ni un pueblo que para actuar necesitara de la falsa seguridad que proporcionan los papers. Hay preguntas que nos lanzan al saber y hay respuestas que nos mueven a actuar. Luego hay esa otra ciencia que nos dice que la política es cuestión de estadísticas, de tendencias y cifras, pero que en definitiva no es otra cosa que una pantalla más de nuestros prejuicios e intereses. Realmente no guían ni construyen, sino que confunden y desarman, ocultos bajo el velo de una arrogancia asombrosa.

Pero, en general, todo esto conviene verlo siempre a la luz de las consecuencias. Miremos ahora el país y el gobierno y la sociedad y el marco de las preguntas y respuestas. Miremos el pulso de la economía y la palabrería hueca de las elites y el estruendo incesante de los populistas y la ausencia, en definitiva, de memoria, de certezas y seguridades que nos inviten a caminar hacia lo desconocido. Al contrario, lo que queda es el fruto agraz de la división, del rencor, de la desconfianza, de la fractura social y económica; el fruto de dos o tres generaciones perdidas, tiradas al hoyo. Y, ante esta realidad, convendría regresar a la pregunta y plantearnos qué hicimos mal en lo institucional, pero sobre todo –claro está– en lo cultural, en lo ideológico. Es decir, ¿qué hicimos mal para cosechar estos frutos? Necesitamos respuestas.

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