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Miguel Ángel Quintana Paz

Neoviolencia: o por qué el mundo hoy arde con un nuevo tipo de violentos

«Estamos ante una neoviolencia que denominaremos de cuarta generación, y que se distingue (a la vez que recoge las enseñanzas) de otras tres clases de revueltas»

Opinión
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Neoviolencia: o por qué el mundo hoy arde con un nuevo tipo de violentos

Reuters

De Barcelona a Santiago de Chile, desde París hasta Quito, asistimos de reciente a una ola de disturbios que, aunque de inspiraciones diversas (secesionismo, ultraizquierda, chalecos amarillos…), quizá tengan mucho en común. ¿No reúne la violencia callejera de estos últimos años rasgos diferentes a los del pasado? Nos proponemos apuntar que así es.

Estamos ante una neoviolencia que denominaremos de cuarta generación, y que se distingue (a la vez que recoge las enseñanzas) de otras tres clases de revueltas típicas de otras tantas etapas de antaño. Por eso resulta necio minusvalorar esta nueva suerte de violencia comparándola con las anteriores. Cierto es que los extremistas que hoy acosan por las ramblas catalanas o incendian iglesias chilenas andan muy lejos de igualar el inmenso poder del Estado contra el que se enfrentan. Pero eso da igual: no es lo que pretenden. Así que no por ello resultan menos amenazantes. Veamos una a una las cuatro generaciones citadas para comprenderlo.

En un primer momento nos encontraríamos con el tipo de levantamiento más simple: aquel que se alza con la intención de superar en fuerzas al poder contra el que se enfrenta. Mi violencia contra tu violencia: a ver quién gana. A este género pertenecen tanto las algaradas de la antigua Roma como la Revolución francesa, tanto las revueltas campesinas del Medievo como la que llevó a la independencia de los EEUU; de hecho, hasta el ajetreado año de 1848 será prácticamente el único modo de alzamiento popular que conocerá la historia. Ello no significa que más tarde se olvidara; la Revolución rusa de 1917 o los guerrilleros que durante todo el siglo XX intentaron crear uno, dos, tres Vietnam a lo largo de Iberoamérica proseguían esa misma senda: todos ellos trataban de concitar un número de fuerzas suficiente como para prevalecer sobre las del poder constituido. Simple y, en ocasiones, eficaz.

Ahora bien, a medida que el Estado va acumulando mayor potencia en sus manos este modo de enfrentamiento directo va tornándose menos viable; en ocasiones, incluso, quimérico. ¿Quién puede soñar con superar en fuerzas a ejércitos nacionales cada vez mejor fornidos y, en especial, mejor adoctrinados en el cumplimiento estricto de su deber? La primera reacción a esta muralla aparentemente infranqueable de poder estatal se vivirá desde mediados del siglo XIX y cuajará en torno a la violencia de los nihilistas rusos, luego teorizada por Georges Sorel. El anarquismo la usará a menudo. Se trata básicamente de una violencia que ya no estudia cuidadosamente el modo de superar en fuerzas al poder; se limita a dejarse llevar por la pulsión destructora contra él. Tal vez no se logre mucho de esa forma; tal vez solo se derriben edificios o vidas con actos terroristas en los que no se vislumbra estrategia alguna. Pero da igual: el mundo tal como es merece ser devastado, y ya veremos si después nace otro o simplemente dejamos cojitranco a este. A veces se han interpretado los recientes atentados yihadistas en esta clave meramente demoledora: ¿quién espera que el Daesh pueda realmente humillar a los EEUU, Rusia, Europa o China en su guerra contra todos ellos? ¿No es su finalidad solo apocalíptica, nihilista, irracional?

Con todo, esta violencia de segunda generación, nihilista, adolece de obvias limitaciones: a menudo los alzados pretenden algo más que dejar correr su rabia, o esperar que advenga el fin del mundo como resultado de ella. El viejo propósito de conseguir algo mediante la violencia, típico de la primera generación, convive entonces con la ya señalada conciencia del inmenso Leviatán estatal que impide rozar tal meta en un enfrentamiento directo. Surge entonces una tercera generación que trata de esquivar este inconveniente mediante una astuta argucia.

Si la violencia con objetivos claros (superar al rival) no tiene mucho futuro, pero tampoco lo tiene (pues renuncia a él) la indiscriminada, ¿no será una buena alternativa la de abstenerse de toda violencia? Nace entonces la lucha no violenta. Naturalmente, esta solo funcionará cuando el adversario sí que recurra a la violencia, y quede humillado ante la opinión pública (de su propio país, o mundial) por su despliegue de fuerza bruta ante un rival indefenso e indefendido. La no violencia de los judíos ante Hitler no les sirvió de mucho; la no violencia de Gandhi frente al Imperio británico, sí. La causa es que tal Imperio blasonaba de valores democráticos que se tambaleaban cuando el inglesito de a pie leía en su prensa (libre) que el ejército de Su Majestad había masacrado a tantos o cuantos hindúes desarmados. Martin Luther King hizo buen uso de este mismo método con resultados igualmente meritorios: no en vano luchaba dentro de la más antigua democracia del mundo. Desde mediados del siglo XX, pues, la no violencia es un nuevo tipo de lucha judoka, que aprovecha la gigantesca fuerza del rival precisamente para volvérsela en su contra.

Y bien, en este veloz recorrido histórico llegamos hasta nuestros días, abrimos los periódicos y nos encontramos con las citadas algaradas que encienden uno u otro punto de nuestro planeta. ¿Se corresponden con cualquiera de los viejos modos de lucha que hemos descrito? Claramente no con el primero: nadie puede pensar que unos cuantos encapuchados y otros tantos contenedores ardiendo puedan doblegar a todo un Estado de Derecho. Tampoco estamos, casi sonroja tener que aclararlo, ante una lucha no violenta; aunque a menudo sus abogados intenten publicitarla así, contra la evidencia del número de policías heridos que han gustado de los no-impactos de no-piedras que los no-tumultuarios no-les-han-lanzado.

Ni siquiera estamos ante un retorno de las luchas de segunda generación, en que la mera pasión destructiva sin metas se enseñorea de los sublevados. Desde Valdivia hasta La Junquera los levantamientos tienen fines políticos bien definidos (cambiar la Constitución y la economía chilena, modificar las fronteras de Europa). ¿Qué tenemos entonces? Mi propuesta es que hemos de entender estos sucesos bajo una nueva categoría: la neoviolencia.

Esta cuarta generación de violencia es quizá la más complicada de entender, no solo por sernos la más reciente, sino porque recoge las enseñanzas de las otras tres (así como la segunda aprendió de los fallos de la primera y la tercera de los fallos de las otras dos). De la violencia directa del primer tipo conserva los fines políticos definidos y el deseo de doblegar al rival, sea este el Estado francés, ecuatoriano, chileno o español. Ahora bien, dado que su poder es muy inferior al de cualquiera de esos Estados, ha aprendido de la violencia de segunda generación a fingirse irracional, meramente demoledora, un tanto loca. Eso ayuda a que a menudo no se le preste demasiada importancia, lo cual constituye un error del rival que a ella la fortalece.

Pero el principal aprendizaje viene de la lucha inmediatamente antecesora, la no violencia. Nuestros violentos de cuarta generación se fingen no violentos. ¿Cómo pueden hacerlo, en un mundo en que las imágenes vuelan de un lado para otro, incluidas las de sus fechorías? El truco está en lo aprendido de la segunda generación de violencia: mostrarse inmensamente débiles, minúsculos, frente al poderoso Estado. Todo ello con el fin de excitar el sentimiento de empatía, de compasión frente al débil, que los humanos llevamos dentro (ya los romanos hablaban de parcere subjectis et debellare superbos) y que hoy, cuando se exaltan como nunca todas las minorías, se halla en su momento álgido. Así se logra que el granuja barcelonés que lanza un adoquín contra el casco de un agente sea contemplado, paradójicamente, como débil y digno de apoyo (¡algunos casi tendrían ganas de acurrucarlo!) solo porque no tiene detrás un furgón antidisturbios. Ni un Estado real (“la República no existe, idiota”).

Hemos de estar muy atentos ante esa neoviolencia, por consiguiente. Posee metas muy claras y puede que, sin ser superior a nosotros, las logre como Gandhi o Martin Luther King consiguieron las suyas. Y que lo haga pese a no tener nada en común con ellos, gracias solo a su gran habilidad para fingirse débil y desamparada también. No la menospreciemos como mero arrebato emotivo. Apliquémosle toda la fuerza que sea precisa, aunque la más importante se juegue (como tantas cosas hoy) en el campo de la opinión pública, de saber contar nuestras razones al mundo, de hacernos comprender. La neoviolencia ha llegado para quedarse en el arsenal de nuestros enemigos, que lo son de las sociedades libres; entrenémonos en esta nueva batalla.

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