Roma: pulcro desorden
«Sigue siendo una obligación muy notable la de visitar la capital de Italia incluso en su momento de masificación»
Durante muchos siglos solo había un viaje privado y personal, el de acudir al Vaticano para pedirle algo al Papa. Pedirle una absolución, por ejemplo. Pedirle una cruzada. Pedirle una herejía. Casi siempre, pedir perdón. Algunos viajes son famosos, como el del rey francés que fue hasta allí caminando y el Papa le tuvo tres días arrodillado en la nieve antes de recibirle y levantar su excomunión. Eran viajes de gran potencia espiritual y muchas veces puros peregrinajes a la fuente del cristianismo en forma de largas filas procesionarias que olían a ceniza, miseria, fatiga y suciedad. Es difícil de comprender el enorme poder del papado en aquellos siglos, poder que terminó el día en que Napoleón irritado por un general temeroso de atacar Roma, le gritó: «¡Pero, vamos a ver!, ¿cuántos cañones tiene ese personaje?». Allí comenzó la época moderna de Roma.
Así que, incluso cuando el Papa carecía de batallones, el viaje a Roma era una obligación de toda persona de alcurnia. Más tarde, cuando terminó el respeto espiritual, Roma se convirtió en el lugar a donde debían viajar los artistas y los nobles cultos. Y, ya en el siglo XVIII, los burgueses ricos en el inexcusable periplo del Grand Tour. Lo siguiente ya lo conocemos: masas o nubes que como plaga de langosta caen sobre la capital ya casi todos los meses del año. Hacen felices a los comerciantes y hoteleros, desesperan a los melancólicos.
Pero es cierto, sigue siendo una obligación muy notable la de visitar la capital de Italia incluso en su momento de masificación porque, a pesar de la mucha destrucción que se ha producido en dos mil años, parece mentira, pero quedan monumentos, paisajes y rincones únicos y en gran abundancia, sin contar la gracia del paisanaje. Eso sí, hay que saberlos encontrar y para ello es imprescindible, no una guía, sino un talante. Roma, hoy, sigue siendo una aventura, pero solo para gente capaz de aceptarla, y eso quiere decir: inventarla.
Esa es la tarea que ha llevado a cabo Juan Claudio de Ramón, el cual vivió años en la ciudad y allí adquirió el vicio de mirar. Por supuesto hay millones de guías e incluso algunas son excelentes, pero el libro de J.C. de Ramón huye de esos manuales, delgados o gordos, que nos apacientan por la ciudad con esos pastores sudorosos que encabezan los rebaños turísticos armados de una banderita. Sin la menor pretensión, lo que él quiere es que conozcamos su colección, que participemos de los momentos únicos, irrepetibles, fascinantes, bochornosos o sublimes que le han emocionado en esa larga estancia romana. De ahí que el título sea uno de los mejores hallazgos de este libro de hallazgos: Roma desordenada (Siruela).
No es una guía, sin duda, pero alguien que prepare un viaje a Roma, sobre todo si ya conoce la urbe, hará bien en leerlo lápiz en mano para ir anotando rarezas, caprichos, rincones, escondites y curiosidades en alegre desorden. A veces puede ser un cuadro insoslayable en alguna iglesia poco frecuentada, o la consideración de un plato de espagueti carbonara, o una historia de Chateaubriand y la invisible tumba de su amante, o qué fue de los barrios obreros de Pasolini, o una agradable charla con el príncipe Borghese, en fin, son más o menos sesenta capítulos breves, cada uno de ellos con sugerencias para perderse en una Roma sin orden ni concierto. Otra ventaja es que está escrito con excelente prosa cancilleril, porque nuestro autor pertenece a la noble carrera diplomática. Y, por cierto, le ha puesto prólogo nuestro común amigo Ignacio Peyró, otro que tal. Como es una lectura muy entretenida se presta al regalo y solo tengo un reproche: habría sido estupendo que incluyera diez o doce o veinte o cien ilustraciones de los detalles más escondidos. ¿Lo dejamos para la segunda edición?