Ciegos, sordos y mudos
El final de la guerra no es el final del dolor. Ni del ruido, ni del hambre. La pequeña de la foto implora una ayuda que no le llegará.
El final de la guerra no es el final del dolor. Ni del ruido, ni del hambre. La pequeña de la foto implora una ayuda que no le llegará.
El final de la guerra no es el final del dolor. Ni del ruido, ni del hambre.
La pequeña de la foto ronda los cuatro años e implora ante el objetivo una ayuda que seguramente no le llegará nunca. Está sucia y hambrienta. Va descalza. Llora. Y algunos de los que hayan visto la imagen de portada de The Objective ayer por la tarde o la estén viendo ahora quizá hayan tenido que aguantar el llanto al verla. Otros, anestesiados o insensibilizados, ya no. Pero da igual, mañana no nos acordaremos. Y pasado mañana su recuerdo se habrá esfumado por completo de nuestro imaginario. Es la era de la comunicación, de lo inmediato, de lo que no nos haga pensar –y sufrir- demasiado. Así que la imagen de esta niña de pies morados y drama mayúsculo se diluirá entre las ingentes cantidades de dramas que nos llegan cada día de todo el globo y nos la sacaremos de encima como quien se sacude el polvo del abrigo. Todos. Servidora incluida.
La pequeña llora y grita y no entiende pero no importa porque ella siempre será la más perjudicada de los errores de todos. Es la vida, dicen algunos. Perra vida. O el destino. Destino canalla que se ceba constantemente con los más inocentes.
Ante imágenes como ésta me siento como los supervivientes del Titanic, incapaces de alcanzar una absolución que no les llegaría nunca. Esos supervivientes somos nosotros, los que vemos sentados desde los botes salvavidas cómo cientos de personas se congelan en un mar helado sin osar acercarnos para que no nos hundan la barca. Es increíble que seamos capaces de sobrevivir con dignidad a imágenes como ésta. Pero lo logramos. Es más, vivimos felices. Ciegos, sordos y mudos, pero felices.