Añoranza de los viejos imperios
Se celebra el centenario del inicio de la I Guerra Mundial. Fue el final de un mundo que ya no volverá. Un mundo que describió, con la nostalgia de la absenta y del vino del Rin, un tipo que no pudo resistir aquel derrumbe: Joseph Roth.
Se celebra el centenario del inicio de la I Guerra Mundial. Fue el final de un mundo que ya no volverá. Un mundo que describió, con la nostalgia de la absenta y del vino del Rin, un tipo que no pudo resistir aquel derrumbe: Joseph Roth.
Se celebra el centenario del inicio de la I Guerra Mundial. Fue el final de un mundo que ya no volverá. Un mundo que describió, con la nostalgia de la absenta y del vino del Rin, un tipo que no pudo resistir aquel derrumbe: Joseph Roth.
La Gran Guerra supuso el triunfo final de la Revolución Francesa. Antes, en Europa y en Oriente, los imperios cristianos y musulmanes habían mantenido un orden, casi natural, en las cuestiones del poder, y la geopolítica era un tablero de ajedrez noble y predecible. Los otomanos mantenían a las tribus árabes en un estado de relativa sumisión y las facciones islámicas no se peleaban en exceso. Persia no iba más allá de mantener el «statu quo» con el imperio zarista y con los turcos. Mientras el Imperio Austrohúngaro era un bálsamo para tantas naciones de la Europa central y oriental. Incluso los británicos limitaban su poder al de las transacciones comerciales y guerreaban solo por algún interés empresarial muy concreto: el opio, por ejemplo. Sin embargo, el experimento que la masonería realizó en Hispanoamérica había salido a pedir de boca. Fue destruido el católico Imperio Español, y quedó el continente divido en estados bananeros dominados y explotados por castas criollas y peleados a muerte entre sí. Exportar esta idea al resto del mundo civilizado es lo que hizo esa misma masonería en 1914. Los yanquis, aniquilada ya en su tierra la última resistencia católica de la Confederación, iniciaron con menos urbanidad y decoro que los ingleses -y ningún principio moral- la conquista del planeta. Clemenceau, masón furibundo, les ayudó en la destrucción de aquel orden, antiguo y sabio, y Europa se convirtió, desde entonces, en una nueva Sudamérica de estados mezquinos. Tal vez sólo Alemania trató de salvarse, pero eligió un camino tan autodestructivo como el alcoholismo de Roth. La rúbrica del hundimiento la puso Stalin en 1945. Y así, hasta hoy. Porque fragmentación y discordia son el espíritu del crimen.
Coda: «Satanás será soltado de su prisión, y saldrá para seducir a las gentes que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y a Magog, con el fin de reunirlos para la batalla, siendo numerosos como la arena del mar…» Apocalipsis, 20.