Nuestra culpa
Algunos consideran progresista defender estos regímenes con indignante gilipollez de que hay que respetar las culturas y no generar confrontación. No cabe el respeto contra quienes, amparados en religiones o ideologías, practican estas prácticas bestiales e inhumanas.
Algunos consideran progresista defender estos regímenes con indignante gilipollez de que hay que respetar las culturas y no generar confrontación. No cabe el respeto contra quienes, amparados en religiones o ideologías, practican estas prácticas bestiales e inhumanas.
El fotógrafo tuitero nos ha ahorrado el horror de verlas a ellas. Pero resquebraja el tuétano del alma imaginarlas. Y repugna de modo inconmensurable observarles a ellos. A la izquierda de la imagen uno sostiene con el brazo izquierdo un arma mientras con la derecha está a un instante de lanzar una de las piedras. A la derecha asoma otro hombre a punto de levantar su extremidad para tirar sobre ellas otro pedrusco. De espaldas uno indica el cielo con el dedo índice. Quizá una orden. Una invitación a seguir. O una consigna religiosa. Qué asco siento de estos hombres. Es verdad que muchos se negaron a hacerlo y fueron miembros del asesino ISIL quienes las lapidaron.
El Estado Islámico de Siria es uno de los lugares del mundo donde se siguen lapidando mujeres a las que llaman adúlteras. No el único. Algunos consideran progresista defender estos regímenes con la consabida e indignante gilipollez de que hay que respetar las culturas y no generar confrontación. No. No cabe el respeto contra quienes, amparados en religiones o ideologías, practican estas prácticas bestiales e inhumanas. Solo imaginar el sufrimiento de esas mujeres me estremezco.
Por instantes pasa por mi cabeza la ley del talión. Imagino hacerles lo mismo a ellos. Y no. No lo quiero. Pero si sueño con que algún día paguen por tanto dolor generado a tantas mujeres que nacen, viven y mueren sometidas, privadas de libertad, seguridad y, sobre todo, de su dignidad. No hay derecho ni creencia que justifique aceptarlo sin rebelarse.
Oigo en silencio lo que debieran estar diciendo, gritando o callando esas dos mujeres en Siria. Y me gustaría ser capaz de despeinar sus tristezas, su dolor y su desesperación. Pero no es posible. Y lo sería si la comunidad internacional no asistiera impávida cada día a los horrores que se viven en tantos confines del planeta. Si quienes vivimos en el tan mal denominado primer mundo dejáramos de preocuparnos de lo nuestro, tan mísero, y nos empeñáramos en construir entre todos un mundo mejor. Si, lo sé, naif. Pero real. Parte de la culpa es nuestra.