¿Se puede superar el mal y el dolor?
El triunfo del bien sobre el mal parece el deseo eterno de la humanidad. Unos lo manifiestan más abiertamente, otros se lo guardan más escondido. Hace unos días en la India celebraban este evento en el festival de Durga Puja.
El triunfo del bien sobre el mal parece el deseo eterno de la humanidad. Unos lo manifiestan más abiertamente, otros se lo guardan más escondido. Hace unos días en la India celebraban este evento en el festival de Durga Puja.
El triunfo del bien sobre el mal parece el deseo eterno de la humanidad. Unos lo manifiestan más abiertamente, otros se lo guardan más escondido. Hace unos días en la India celebraban este evento en el festival de Durga Puja, el acontecimiento religioso más importante de los bengalíes en el que, durante nueve días, realizan oraciones y desfiles coloridos con este fin.
Hace muchos años que vengo repitiendo que el mal no puede tener la última palabra. Para los que somos cristianos esto es lo que nos confirma la resurrección de Jesucristo: su triunfo sobre la muerte, la injusticia y la iniquidad. Pero quien no es creyente también puede vivir la misma esperanza. Basta observar cómo el tiempo, más tarde o más temprano, coloca a todos en el sitio que merecemos. Sin embargo, muchos recordaremos cuántos crímenes de guerra o terrorismo se han quedado impunes, cuántas muertes por negligencia médica, maltratos infantiles, y experiencias personales dolorosas, aparentemente se han ido a la tumba con sus víctimas.
El mal existe por mucho que lo definamos como ausencia de bien. Y está asociado siempre a la realidad del dolor, de la injusticia, de la muerte… Muchas veces incluso ocasionado inconscientemente, sigue machacando personas, a veces cercanas, queridas, conocidas. ¿Cómo concederle el triunfo al bien en nuestra vida? El mal que sufrimos a unos los hace más sensibles y a otros más duros. A unos nos hace misericordiosos y a otros vivir a la defensiva o agresivos.
A unos nos hace más fuertes y a otros más frustrados. Y cuando una misma realidad es posible ser vivida de maneras tan opuestas, lo que está claro es que ese modo de asumirla no depende tanto del sufrimiento en sí, sino más bien de nuestros recursos, habilidades, experiencias previas, y estructuras personales para encajarlo. Pero somos libres, aunque condicionados. Y es posible que trabajemos nuestro modo de gestionar el sufrimiento o el dolor para que triunfe en nosotros la misericordia, la bondad, la esperanza, la confianza. Sólo así viviremos la experiencia de que el mal no tiene la última palabra. Pero ¿qué necesitamos?Obviamente no existen recetas, pero comparto algunas experiencias a modo de reflexión.
Primera, vivir convencidos de que Dios quiere nuestra felicidad y no nuestro sufrimiento. Él no quiso que Jesús muriera en una cruz, la cruz fue consecuencia inevitable de la trayectoria de vida de Jesús. Una dificultad convertida en oportunidad, un crimen al que Dios llenó de sentido para el bien.
Segunda, necesitamos escuchar nuestras emociones y aprender a responderlas sin autoengaños. En ello no hay nada contrario a nuestra fe cristiana. Cuando somos personas sanas, en el fondo de nuestro ser tenemos la mejor respuesta posible para el bien en cada circunstancia. Y siempre somos capaces de percibirla en un momento mágico, a veces incluso cuando tocamos fondo.
Tercera, toda persona que sufre necesita sentirse acompañada por alguien que la escuche sin juzgarla y que la quiera sin influirla. Hasta Jesús en la cruz tuvo un apoyo afectivo en el Padre, en María y en Juan, fundamental para todo ser humano. Siempre pienso que hemos visto tanto a Jesús en su versión divina que nos perdemos muchas de sus lecciones meramente humanas.
Cuarta, trabajar la confianza y desde ella la esperanza. Confianza fundamental en nosotros mismos y en Dios. Creer que podemos hacer milagros, darle la vuelta a la tortilla, que nuestro sufrimiento nos hará mejores personas, que somos capaces de darle sentido para nuestro bien y el de los demás. Todo dolor encierra una semilla de crecimiento interior. Y Dios nunca permite un sufrimiento mayor al que somos capaces de gestionar, aunque en el momento no lo vivamos así.
Quinta, reconocer nuestras pobrezas y limitaciones sin frustrarnos. Es decir, perdonarnos a nosotros mismos (Dios siempre nos perdona). Porque muchas veces también somos causantes de nuestro sufrimiento y no simples víctimas. En el fondo de nuestro ser sabemos reconocer nuestra parte de responsabilidad en aquello que hemos vivido. Verlo sin caer en el desánimo es todo un arte. El arte de descubrir que incluso nuestros errores pueden traernos lecciones de vida, de humildad, de comprensión y más amor. Nadie ha dicho que sea fácil. Pero sí posible. Podemos celebrar el triunfo del bien sobre el mal, pero no es una celebración superficial, sino desde una vivencia muy profunda que muchas veces pasa por grandes sufrimientos, que nos permiten ser testigos de que realmente el mal nunca tiene la última palabra y por eso podemos celebrarlo.