Los vivos y los muertos
El mes de los muertos. Recuerdo mi primera visita adulta a Londres; días también de noviembre y esa niebla tupida y densa dicen los ingleses- como crema de guisantes.
El mes de los muertos. Recuerdo mi primera visita adulta a Londres; días también de noviembre y esa niebla tupida y densa dicen los ingleses- como crema de guisantes.
La liturgia sabía fijar los ritmos del año: si las noches tan calmas y tan claras de diciembre anticipan una luz de Navidad, esta niebla que se agarra a la tierra nos lleva a noviembre como mes de los muertos. Quizá el Larbaud que pide “un poco de musgo” por los Santos responda a un mundo recorrido de encantamiento todavía, pero en buena parte somos esa piedad, como una memoria impregnada de amor y de sentido. Ahí, incluso los ritos y ceremonias darán orden, belleza, significado, a ese misterio doloroso que nos constituye, para que cada uno se trate con su pena o encuentre el cordel de su esperanza.
El mes de los muertos. Recuerdo mi primera visita adulta a Londres; días también de noviembre y esa niebla tupida y densa –dicen los ingleses- como crema de guisantes. Y recuerdo preguntar el porqué de la flor que cada londinense llevaba en la solapa, ignorante todavía de que “en los campos de Flandes, florecen las amapolas / entre las cruces”. Como cada año, se iba a honrar, ante la sobria dignidad del Cenotafio, la memoria de los caídos, de aquellos muchachos que “tenían dieciocho años, habían comenzado a amar la vida y el mundo, y se vieron obligados a destrozarlo a balazos”. Un honor a quienes murieron, apenas un recuerdo, los ritos de noviembre.
En Londres, aquella memoria inteligible de los muertos quería paliar la mecanización, la sistematización de una muerte –según Clair- sin rostro, reina de una masa sin nombre. Quería devolverla a lo humano y, al hacerlo, conjuraba también un sentido de la tragedia de la Historia.
Fue, sin embargo, otra cosa la que llamó más mi atención: la presencia en la vida de los muertos, la huella en el presente de una realidad hoy sentimentalizada, banalizada, disimulada hasta el silencio, como un paso del misterio a la vergüenza. Ahí, las amapolas en cada solapa eran el contrapunto para reafirmar que el testimonio de la muerte y del horror es lo debido a nuestra dignidad como humanos. Eran el gesto visible que daba verdad a las palabras de Burke, según las cuales sólo podemos entendernos en la compañía de quienes han muerto y quienes están aún por nacer. Y quizá no eran más que unas amapolas, pero bastaban para recordar que es la piedad la que nos hace hombres todavía.