La belleza de lo roto
La imagen de las heladas en Hungría y las ramas rotas de los robles sobre la carretera nevada es desoladora y hermosa, como los besos helados de la mujer marchita de Lope de Vega.
La imagen de las heladas en Hungría y las ramas rotas de los robles sobre la carretera nevada es desoladora y hermosa, como los besos helados de la mujer marchita de Lope de Vega.
Hay algo inmensamente bello en la grieta —en la arruga, la esquina y lo ajado. Es curioso que sea así (que siga siendo así) en un mundo (el nuestro) tan deudor de lo perfecto, tan pulcro y tan ingenuo. Vivimos rodeados de muebles nórdicos, paredes blancas, casas minimalistas de John Pawson y modelos asquerosamente perfectas. Como Siddharthas de lo hipertextual, nos negamos a nosotros mismos la posibilidad de la enfermedad y la muerte.
A una calavera de mujer, marchita ya con tan helados besos…
La imagen de las heladas en Hungría y las ramas rotas de los robles sobre la carretera nevada es desoladora y hermosa, como los besos helados de la mujer marchita de Lope de Vega. Imposible no pensar en tantos vinos húngaros nacidos de viñedos enfermos: ese Tokay bendecido con la podredumbre noble (Botrytis cinerea) comúnmente conocida como botrytis, un agente microscópico que da lugar a la putrefacción de la uva (arrugadas, imperfectas, rotas) responsable no sólo de retrasar unos cuantos años el ding dong de La Catrina, sino también de dibujar alguno de los mejores vinos del mundo, Chateau d´Yquem («una copa por cepa») en Sauternes o Coteaux du Layon en el Valle del Loira. La enfermedad y la muerte, tan cerca de la belleza.