Con corbata y no con chanclas
Es una ironía que las corbatas se hayan visto como yugo del capitalismo o imposición imperalista para que al final sólo las lleven los conductores de autobús.
Es una ironía que las corbatas se hayan visto como yugo del capitalismo o imposición imperalista para que al final sólo las lleven los conductores de autobús.
Es una ironía que las corbatas se hayan visto como yugo del capitalismo o imposición imperalista para que al final sólo las lleven los conductores de autobús. En realidad, el sincorbatismo es signo de los tiempos: a ningún “emprendedor” se le ocurriría ir a financiar su start-up con una pacífica chaqueta azul, cuando el peaje de lo auténtico exige como mínimo la elástica del Inter. Ocurre a la derecha como a la izquierda: quien crea que no quedan espacios para la transgresión, siempre puede presentarse con un terno en un mitin de Syriza o lucir una corbata rosa palo en su Círculo Podemos. Ahí, los resortes de la moral pública caerán sobre él como si se hubiese encendido un puro en un parvulario.
¿Y si no hemos sido algo impíos al erradicar la corbata? Un espíritu largo y lento fue cuajando su perfección, del mismo modo que una cena allá en Jerusalén logró alzarse a las alturas de la misa polifónica. Quién sabe si con el gesto de anudarse la corbata no se quería dignificar de algún modo el trabajo, a imagen de ese Maquiavelo que, a la caída de la tarde, vestía sus mejores ropas para conversar con los clásicos. Al final, uno podía llevar la corbata ajeno a la menor voluntad de estilo, sólo porque a veces toca ponérsela, sólo por marcar la diferencia entre un día señalado y un lunes de febrero. Como ocurre tantas veces en la vida, quien se siente oprimido con la corbata, tal vez sólo se ha equivocado de camisas.
En tiempos de la República, Camba refiere cómo “los diputados eran sinsombreristas, sinchalequistas y algunos eran también sincorbatistas”. De lo que se trataba, claro, no era de subrayar un gusto sartorial, sino de encarnar una idea de virtud originaria, como si uno reconectara con el buen salvaje que lleva dentro, con el “yo” genuino, incorrupto de la horma social. Eso está en los sincorbatistas, igual que estuvo en los descamisados, los pies descalzos o los sans-culottes, gratuitamente ajenos a convenciones, insumisos y liberados del corsé burgués. Así hemos llegado a la toma de posesión de Tsipras, con la dramaturgia de quien se libera de la corbata como si estuviera enterrando el pasado. Dice mucho de la modestia de Tsipras que piense que todo el mundo ha estado equivocado antes de que llegara él. Cosas de revolucionarios.
Frente a la uniformidad del cuello raso, las corbatas podían expresar matices muy complejos: hubo incluso estudios sobre la orientación del voto parlamentario según los diputados lucieran lunares más pequeños o más audaces y lustrosos. Ahí la corbata actuaba como signo civilizador: permitía mostrar un rasgo de individualidad en un espacio mutuamente aceptable, tan escaso que nunca se impondría o avasallaría la individualidad de los demás. Esas son sutilezas y modulaciones que se pierde el frente sincorbatista.
En sus cartas, Lord Chesterfield da el mejor consejo indumentario que nunca se dio: “Preocúpate siempre de vestir como la gente razonable de tu edad, estés donde estés”. Se trataba de no llamar la atención ni por cochino ni por dandy, de camuflarse en unas convenciones forjadas por consenso del tiempo. Chesterfield, al contrario que Tsipras, no era ningún Adán. A cambio, sabía que la vida en sociedad no es el espacio destinado a la masa, ni el gran teatro para la expresión de nuestro yo, sino el lugar donde cada uno se vincula y se obliga a los demás. Eso a veces exigía aparecer en una boda con corbata y no con chanclas.