Habitación nº 35
Emile Hippolyte estaba enfadado con su mujer. Pensaba que había arruinado el futuro de su hijo. Anne había regalado a su hijo Henri una caja de pinturas para que estuviera entretenido durante su convalecencia, después de haber sido operado de apendicitis, y éste se puso a pintar descubriendo así su verdadera vocación.
Emile Hippolyte estaba enfadado con su mujer. Pensaba que había arruinado el futuro de su hijo. Anne había regalado a su hijo Henri una caja de pinturas para que estuviera entretenido durante su convalecencia, después de haber sido operado de apendicitis, y éste se puso a pintar descubriendo así su verdadera vocación.
Emile Hippolyte estaba enfadado con su mujer. Pensaba que había arruinado el futuro de su hijo. Anne había regalado a su hijo Henri una caja de pinturas para que estuviera entretenido durante su convalecencia, después de haber sido operado de apendicitis, y éste se puso a pintar descubriendo así su verdadera vocación.
La pintura le pareció “una especie de paraíso” y decidió desde ese momento, con veinte años de edad, abandonar la carrera de derecho que estaba cursando, y que tanto ilusionaba a su padre, por los pinceles.
El 11 de diciembre de 1910 no paró de llover. Matisse, que tenía ya 31 años, se encontraba en Granada ilusionado por visitar la Alhambra, y ni la lluvia ni el cansancio del viaje impedirían que lo hiciera.
Lentamente recorrió el palacio. Estaba enmudecido ante tanta belleza. No podía creer lo que veía, la luz, que se filtraba por las celosías, llenaba de color las filigranas que decoraban cada estancia. Matisse descubrió la armonía entre el arte y la decoración.
La preocupación de los arquitectos de la Alhambra por no dejar un solo hueco libre en las paredes, hizo que se rellenara cada espacio con yeserías y cerámicas. Las cubiertas con armazones de madera, labrados de forma exquisita, dejaron a Matisse sin respiración. Un mundo lleno de arabescos se presentaba ante él y Henri cayó rendido a sus pies.
En enero de 1912 Matisse, deprimido por la muerte de su padre, y tras varios rechazos por parte de una serie de coleccionistas por adquirir sus cuadros, y en medio de una tremenda llovizna, llegó a Tánger. La lluvia, que duraría casi quince días, mantendría a Henri recluido en su habitación del Hotel Ville de France y poco le ayudaría a superar su tristeza.
Sin embargo, la habitación que ocupaba, la número 35, disponía de dos grandes ventanales que presentaban a Matisse una espectacular panorámica de la bahía y de los tejados de la ciudad vieja. Desde esos ventanales Matisse descubrió el color azul intenso, una de las señales de identidad de su pintura. Esa habitación cambiaría el curso de su vida.
De este viaje saldría reforzado interiormente, y pocos meses después, a finales de 1912, volvería de nuevo a Tánger. En esta nueva visita a la ciudad Matisse se envolvió en los misterios de la Kasbah, en los colores de las túnicas y en los velos de las mujeres. Soñó con las fastuosas cortes de los sultanes, con los harenes llenos de magia y color, y sus pinceles no pararon de trabajar.
Las odaliscas fueron su fuente de inspiración. Mujeres que componían el escaño inferior dentro de la jerarquía de un harén, servían a las concubinas y a las esposas del sultán. Solían ser un regalo, simplemente un obsequio, que recibía el sultán por parte de alguien que quería agradarlo.
Únicamente si una de estas odaliscas era extremadamente bella o bailaba y cantaba de una forma excepcional, era presentada al sultán. Si le agradaba, tendría relaciones sexuales con ella, convirtiéndose desde ese momento en concubina. Si quedaba embarazada, el sultán reconocería oficialmente a ese hijo y la concubina pasaría a ser desde ese instante, esposa del sultán, ya que, legalmente, podría poseer hasta cuatro esposas.
El estudio de Matisse en Niza se convirtió, en los años veinte, en su propio harén donde dibujaría una y otra vez a estas enigmáticas mujeres.
Desde que conoció a Henriette Darricarrére, actriz que trabajaba como extra en los estudios de cine de Niza, y descubrió en ella la dignidad natural de las odaliscas, su elegancia, la esbeltez de su cuello la forma en que apoyaba su cabeza suavemente sobre su mano, no en vano había sido bailarina de ballet clásico, no dejo de retratarla vestida con tules y sedas.
Cuentan que Picasso dijo: ”Cuando Matisse murió me dejó en herencia sus odaliscas, y es mi idea de oriente, aunque yo no lo haya visitado nunca”.