¿Qué es la verdad?

Es el silencio que permite la duda, la curiosidad, la negación, la inquina, el amor, la búsqueda, la investigación. La libertad, en una palabra.

Los franciscanos muestran sus obras de arte en la Academia de Florencia. El pie de foto tiene una profundidad filosófica que, probablemente, va más allá de la intención del redactor: «La exposición bucea en el fenómeno cultural que la orden supuso». Se trata de algo que el ser humano, ciego, y la modernidad, más ciega todavía, desprecian sin más: los comienzos ínfimos. Nos reímos de ellos para postrarnos ante la magnificencia de las grandes obras de los hombres, de los imperios, del poder. San Francisco de Asís fue un pobre fraile, el más humilde seguidor de Jesucristo. No tenía otra intención que anunciar el amor infinito de Dios por todas sus criaturas, seres humanos incluidos, por supuesto. Sin embargo, esa intención tiene mayor fuerza expansiva que la energía nuclear y un empuje creador inconcebible. Del átomo Francisco surgieron obras sublimes en filosofía, teología, literatura, arte, ciencia, arquitectura, música,… Y una pléyade de seguidores que hoy, sin saberlo, viven de aquella intención primera -véanse como muestra, entre otros, los ecologistas modernos-.

Sucede lo mismo con Jesús. Nace y muere en una apartada provincia del Imperio Romano. Fue todo menos noticia de portada. Dejó un puñado de discípulos y una doctrina absolutamente opuesta a la de cualquier líder político o religioso. Nadie, nunca, ha instado a amar a los enemigos y rezar por quienes nos persiguen -es solo un ejemplo; dijo otras cosas aún más sorprendentes-. Aquel visionario religioso que presentan los judíos al gobernador romano no parecía una amenaza para el imperio. Pilato se queda tranquilo al oír que «mi reino no es de este mundo». Luego, sin darse cuenta de la trascendencia de su pregunta, le espeta escéptico: «¿qué es la verdad?». Jesucristo responde con el silencio. Y es este silencio el que posibilita la mayor expansión intelectual, filosófica y científica que han conocido los siglos. Es el silencio que permite la duda, la curiosidad, la negación, la inquina, el amor, la búsqueda, la investigación. La libertad, en una palabra.

Porque la Verdad calla. No se impone. Se deja escarnecer, torturar y asesinar. Cuanto más alta, más débil. Cuanto más verdadera, más silenciosa. La fuerza expansiva infinita de la Verdad procede de su silencio. Intuyo que la Iglesia tuvo que rodear algo tan frágil de un aparato de protección que algunos confunden superficialmente con una «institución humana». Y lo es, pero solo existe para cuidar y proclamar esa Verdad desvalida, ínfima en su inicio y en su exposición: fue colgada de un patíbulo infamante. Piénsenlo y pasen una santa Semana Santa.

Post Scriptum: Dijo Benedicto XVI que «la irre­dención del mundo consiste precisa­mente en la ilegibilidad de la creación, en la irreconocibilidad de la verdad; una situación que lleva necesariamente al dominio del pragmatismo y, de este modo, hace que el poder de los fuertes se convierta en el dios de este mundo».