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Jóvenes y perfectos

Es curioso: precisamente, la democracia se basa en la constatación de que no hay ningún grupo de hombres demasiado perfecto como para dejar el poder en sus manos sin control o sin plazos. Claro que esa es lección de la experiencia.

Opinión
  • Madrid, 1980. Periodista y escritor, autor de Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa y de La vista desde aquí. Una conversación con Valentí Puig. Ha sido durante cinco años asesor en Presidencia del Gobierno. En la actualidad, es director del Instituto Cervantes de Roma.

Es curioso: precisamente, la democracia se basa en la constatación de que no hay ningún grupo de hombres demasiado perfecto como para dejar el poder en sus manos sin control o sin plazos. Claro que esa es lección de la experiencia.

No hacen falta muchos argumentos para defender una prima a la juventud: basta con pensar que todo el mundo prefiere ser joven a ser viejo. Aun así, quizá la juventud sólo pueda jugar como factor a favor si la inexperiencia opera como factor en contra. A los treinta y cinco años, por ejemplo, Cervantes ni siquiera había escrito la Galatea, e iba a tener que esperar –que aprender- mucho más para escribir el Quijote.

En política ocurre algo parecido: si un político debe ceder el paso a una nueva generación sin haber cumplido sesenta años, ni Reagan hubiese sido presidente, ni Churchill primer ministro. Dicho de otro modo, un muro puede derribarse con ochenta años y una guerra puede ganarse con setenta. Para hundir un país, en cambio –las pruebas abundan- no hace falta llegar a los cincuenta.

Decir que “la regeneración política de este país pasa por gente que haya nacido en democracia” no es quizá muy piadoso hacia las generaciones que –oh, coincidencia- trajeron la democracia. Tal vez no pocos de los interpelados pudiesen replicar que, para eso que se llamaba la nave del Estado, prefieran a un capitán con experiencia y no al recién llegado a la marinería: al fin y al cabo, cuando uno es maduro, siempre puede desquitarse llamando inmaduro a otro.

Que la juventud haya pasado de mal transitorio a canon absoluto es algo que tenemos ahora en casa cada día, con el niño que tiraniza la televisión y se postula para la cabecera de la mesa. Pero hay un paso indudable –ay- entre la reivindicación de la juventud en la política y el adanismo más peligroso y candoroso: el creer que nosotros –en este caso, los jóvenes- no somos como los demás, sino que somos mejores. Es curioso: precisamente, la democracia se basa en la constatación de que no hay ningún grupo de hombres demasiado perfecto como para dejar el poder en sus manos sin control o sin plazos. Claro que esa es lección de la experiencia.