El café de Felipe en el Milford
Un café más en el Milford. El Gordo saluda tras la barra, tan sólo una mueca. González toma asiento en su sofá de cuero castaño bajo la escalera, el mármol y los lienzos de caza. Suena el beep del móvil, descarga la imagen, recuerda el chisme: Mario está con la Preysler. Cabronazo.
Un café más en el Milford. El Gordo saluda tras la barra, tan sólo una mueca. González toma asiento en su sofá de cuero castaño bajo la escalera, el mármol y los lienzos de caza. Suena el beep del móvil, descarga la imagen, recuerda el chisme: Mario está con la Preysler. Cabronazo.
Felipe madruga, como cada mañana. No necesita alarmas, hace ya tiempo que las amarguras y las rutinas le afearon la modorra; sin embargo se levanta feliz, algo le susurraron anoche en la cena mientras cercenaba el lenguado a la brasa con la paleta de Laguiole, disfrutó la noche en O’Pazo. Qué majo es Evaristo. No recuerda el chismorreo, tampoco importa mucho.
Nunca desayuna en casa, y Mar no está (debe estar trotando otra vez el Retiro) así que recoge la prensa del día, saluda al portero (Oleg, un buen tipo ex-empleado del Joy Eslava —le cae bien Oleg) y planta un pie en Velázquez; son las ocho de la mañana en este Madrid de junio que huele a secano y esperanza, Felipe mira hacia los almendros y los álamos blancos que se intuyen cruzando Alcalá; y se dice a sí mismo que no hay ciudad así en el mundo. No la hay.
Como cada mañana, apura el segundo café en la cafetería del Wellington y como casi cada mañana, se arrepiente no mucho del segundo eclair de crema. Hoy andará un poco más, resuelve sin prisas, así que tras los cinco euros de propina enfila el camino hasta el Milford, dieciocho minutos exactos (contados, que Mar anda preparando una media) no sin antes pasar a saludar a sus amigos del Chiscón, y advertirles que no descuiden la merluza con pochas, “¡a mi no me vengas con mariconadas, Miguelón!”. Sonríen.
Cruza Jorge Juan, Goya y Hermosilla, bajo una gorra de Ralph Lauren y unas Wayfarer que eligió Mar. Anda despierto el ensanche, donde madrileñas gatas con menos canas y más divorcios le saludan con discreción, en algún lugar a medio camino entre la deferencia y la cortesía. Me gusta este barrio.
Un café más en el Milford. “El Gordo” saluda tras la barra, tan sólo una mueca. González toma asiento en su sofá de cuero castaño —bajo la escalera, el mármol y los lienzos de caza. Suena el beep del móvil, descarga la imagen, recuerda el chisme: Mario está con la Preysler. Cabronazo.