Palabras para una ducha
Entonces sonreía y se alegraba de tenerlas todavía consigo, de haber logrado conservarlas, defenderlas, resistir pese a todo, un día más. Y se acostaba cada noche acariciado por ellas, feliz, como todo el que sabe que tiene un tesoro.
Entonces sonreía y se alegraba de tenerlas todavía consigo, de haber logrado conservarlas, defenderlas, resistir pese a todo, un día más. Y se acostaba cada noche acariciado por ellas, feliz, como todo el que sabe que tiene un tesoro.
Llegó a casa agotado, apagado, harto. Durante toda la jornada, en la agencia de comunicación en la que malgastaba sus sueños, su rutina había sido la corrección de las Cuentas Anuales Consolidadas de un Informe Anual; y antes de esa jornada hubo muchas otras, durante muchas semanas, durante muchos meses de cada año. En esos meses, la parte creativa de su trabajo desaparecía por completo, y se sumergía en un fárrago que le empañaba de niebla los ojos con los que veía el mundo.
En el tren a casa todavía no era capaz de pensar. Tenía un largo trayecto de dos horas. De Majadahonda a Atocha, trasbordo y a Parla. Al entrar, se regalaba una lenta ducha y se quedaba inmóvil mientras el agua le caía sobre la espalda. Aquel torrente iba limpiando su cuerpo de palabras: cuentas, pasivo, activo, ebitda, resultados, presidente, consejero, opa. Escuchaba con atención, concentrado, hasta que lograba descifrar la melodía secreta que se escondía en las gotas al caer sobre su cuerpo.
Entonces, convocadas por aquellas notas, como respondiendo a un conjuro mágico, unas palabras escondidas durante el trabajo regresaban entre el vapor, y el podía escuchar como repoblaban su corazón poco a poco: árbol, río, fuente, madre, amanecer, rocío, lobo, mariposa. Sí, allí estaban todavía.
Entonces sonreía y se alegraba de tenerlas todavía consigo, de haber logrado conservarlas, defenderlas, resistir pese a todo, un día más. Y se acostaba cada noche acariciado por ellas, feliz, como todo el que sabe que tiene un tesoro.