La decadencia del Imperio
El presente de nuestra civilización tiene tantas similitudes con el ocaso de la Antigua Roma, que me lleva a creer que los hombres escondemos una querencia a trenzar la Historia, actualizando todos los errores que causaron el hundimiento del esplendor.
El presente de nuestra civilización tiene tantas similitudes con el ocaso de la Antigua Roma, que me lleva a creer que los hombres escondemos una querencia a trenzar la Historia, actualizando todos los errores que causaron el hundimiento del esplendor.
El presente de nuestra civilización tiene tantas similitudes con el ocaso de la Antigua Roma, que me lleva a creer que los hombres escondemos una querencia a trenzar la Historia, actualizando todos los errores que causaron el hundimiento del esplendor. Podría, en este artículo, detenerme en las aciagas políticas que han normalizado el aborto hasta convertirlo en derecho, o aquellas que hacen de la sedación venenosa un parche con el que esconder la realidad de la muerte. No lo voy a hacer, como tampoco destinaré estas líneas al empeño en desnaturalizar la familia, por ejemplo, con la poligamia encubierta tras la careta del divorcio, los hijos concebidos con el instrumental de un laboratorio o eso a lo que nos hemos acostumbrado a titular como “matrimonio gay” (sic), con el que todos parecemos tan satisfechos. Es el derrumbe social que con gusto hubiese firmado un legislador del tardo Imperio.
Ahora la cosa va de brujas, que parece más divertido. Ellas (y ellos) ofrecen el componente de “espiritualidad” que precisa el europeo sin Dios: sortilegios, cartas, bolas de cristal, adivinaciones, horóscopos… Han existido toda la vida, lo sé, pero nunca hasta ahora habían copado canales de radio y televisión, así como anuncios a página completa. Y en el Viejo Mundo, para más inri, tan racional y aburrido. Las citas con los arúspices ocupan un lugar señalado en la agenda de los hombres y mujeres de negocios, en las de aquellas personas que aspiran a tener una vida sexual de película, sin quedarse atrás la gente que se quiere quitar de en medio a un compañero que molesta o a los agentes de la competencia, los políticos, administrativos, amas de casa y médicos que profesan una fe desmedida a las largas uñas -elegantemente lacadas- de las brujas del posmodernismo.
Cuando Roma apuntilló los principios morales, pervirtió sus prácticas religiosas a cambio del espectáculo de los nigromantes, que tejieron una creencia sentimental según los modos que llegaban de las provincias orientales: mucho sándalo, mucho movimiento Zen, mucha postura yogui y unas deidades vagas y nada exigentes. La Antigua Urbe hoy es Madrid, Copenhague, París, Londres…, en donde el destino se confía a los posos del café mientras los bárbaros se felicitan por nuestra debilidad.