El abrazo más cruel
Es difícil imaginar la situación. No poder ver a buena parte de tu familia por una guerra que acabó hace 62 años. Es como si aquí no hubiéramos superado la guerra civil que en parte no lo hemos hecho, pero al menos eso sólo lo piensa una parte de la ciudadanía y tuviéramos que hacer las maletas para ver durante tres días a nuestros seres queridos, a los que llevamos seis décadas sin ver. A los que difícilmente reconoceremos.
Es difícil imaginar la situación. No poder ver a buena parte de tu familia por una guerra que acabó hace 62 años. Es como si aquí no hubiéramos superado la guerra civil que en parte no lo hemos hecho, pero al menos eso sólo lo piensa una parte de la ciudadanía y tuviéramos que hacer las maletas para ver durante tres días a nuestros seres queridos, a los que llevamos seis décadas sin ver. A los que difícilmente reconoceremos.
Es difícil imaginar la situación. No poder ver a buena parte de tu familia por una guerra que acabó hace 62 años. Es como si aquí no hubiéramos superado la guerra civil –que en parte no lo hemos hecho, pero al menos eso sólo lo piensa una parte de la ciudadanía– y tuviéramos que hacer las maletas para ver durante tres días a nuestros seres queridos, a los que llevamos seis décadas sin ver. A los que difícilmente reconoceremos. Hijos que puede que ni conocieran a sus padres, de los que se separaron al nacer. ¿Se lo imaginan? Pensarlo pone el vello de punta. Un país dividido en dos por un conflicto ajeno hecho propio y convertido para una de las escisiones en una hermética dictadura.
Y es como si el monte Kumgang fuera, no sé, el desierto de los Monegros, y que allí en lugar de celebrarse un festival se instalara una carpa mastodóntica al estilo boda donde se juntaran 100 familias divididas para contar lo sucedido en los últimos años. Con el número de mesa señalado, con su frío “seating plan” preparado. Buscar tu nombre en la lista. Pero la diferencia con una reunión entre seres queridos al uso reside en las miradas atentas de los “guardianes” que vigilan que no se hable de lo que no se debe, o sea, política, no sea que se cuenten verdades.
389 ancianos surcoreanos se reencuentran con sus parientes durante dos días. Es como si se tratara de un congreso, o de un viaje de mayores. Una fiesta deprimente sobre la falta de libertad de 25 millones de personas encerradas en la dictadura de la que en Occidente sabemos poco porque Corea del Norte huele a estalinismo apolillado disfrazado de risa fácil, hamburguesas y Mickey Mouse. Una fiesta donde los norcoreanos llevan en su solapa la insignia de sus líderes fallecidos, como si los dictadores fueran los protagonistas de esta curiosa y tétrica estampa.
Un espectáculo celebrado en un lugar con la memoria anclada en los tanques, en los desafíos, en los miles de muertos, familia de puede que muchos de los que allí brindarán hoy por el reencuentro con lo que sea que les dejen brindar.
En 2014 se celebró el primer reencuentro después de 60 años. Y entre tantas historias hay una que produce un sentimiento de tristeza especial. Choi Nam-soon, de 83 años, pensó que vería a sus hermanos tras más de seis décadas sin saber unos de los otros. De los emotivos primeros instantes pasó en cuestión de minutos a la mayor de las decepciones. Los mismos a los que había abrazado no eran sus hermanos, sino desconocidos. Lo más probable es que no los vea jamás. Es el colmo de una dictadura que se afana en aparentar un cuento de hadas. Como todas.