Pigmaliones
A estas alturas, es difícil que alguien no conozca el mito de Pigmalión, una -¿bella?-historia que ya data de los fenicios así que ya tiene unos cuantos años. Pigmalión era noble y rico, lo que conocemos por un buen partido, pero no encontraba una mujer a su gusto para casarse. Como ninguna daba la talla en cuanto a belleza física, se dedicó a la onanista afición de esculpir esa belleza femenina que deseaba y no encontraba. Así, se convirtió en escultor, hasta que creó una estatua de una belleza tan impresionante que se enamoró de ella. Tal era su amor, que una noche soñó que la estatua cobraba vida, y el deseo fue concedido al despertar: su Galatea de piedra se había convertido en mujer. Punto y final.
A estas alturas, es difícil que alguien no conozca el mito de Pigmalión, una -¿bella?-historia que ya data de los fenicios así que ya tiene unos cuantos años. Pigmalión era noble y rico, lo que conocemos por un buen partido, pero no encontraba una mujer a su gusto para casarse. Como ninguna daba la talla en cuanto a belleza física, se dedicó a la onanista afición de esculpir esa belleza femenina que deseaba y no encontraba. Así, se convirtió en escultor, hasta que creó una estatua de una belleza tan impresionante que se enamoró de ella. Tal era su amor, que una noche soñó que la estatua cobraba vida, y el deseo fue concedido al despertar: su Galatea de piedra se había convertido en mujer. Punto y final.
Han pasado milenios desde entonces, y aunque ya no nos entretenemos con historietas, sino con los vídeos de Youtube de gatitos, pocas cosas han cambiado en cuanto a la historia de Pigmalión. Los hombres siguen soñando con una mujer que tenga rostro y curvas perfectas a cualquier costa. ¿Para qué querríamos hoy un escultor, existiendo Photoshop y los cirujanos plásticos? De nacer hoy, Pigmalión sería un cirujano estético que moldearía a su mujer a su gusto: pechos, muslos, pómulos, nariz, barbilla, peelings… Luego están los Pigmaliones pasivos, esos que pagan gustosos a su mujer los retoques que ellos disfrutarán, y los Pigmaliones clásicos, que serían los más fieles al mito original. Entre ellos, los que fabrican muñecas hinchables, de silicona o Barbies, o los que tienen un estatus de artista, como Allen Jones (1937), que bajo una dudosa etiqueta de “feminista pop” cuenta entre sus obras unas curiosas esculturas de mujeres-mueble semidesnudas. Mujeres convertidas en butacas, sillas o sofás, cuya estética sirvió de inspiración al artista Bjane Melgaard para recrear la silla de una mujer negra vestida de cuero, sobre la que se fotografió Dasha Zukova, la novia del magnate ruso Román Abramovich en una entrevista, creando una polémica que ardió en las redes sociales el año pasado.
Los hombres siguen recreando muñecas, sean éstas diosas del sexo, iconos fetichistas o replicantes biónicas. Algunos se han emparejado – incluso casado- con sus muñecas de silicona. Otros se conforman con mirar imágenes de mujeres perfectas que inundan Instagram, sin importarles que porcentaje de auténtico parecido con la realidad hay en esa foto. Nadie ha preguntado a las mujeres si, de poder escoger, nos conformaríamos con ser sólo una encarnación de la belleza perfecta. Esa belleza como objetivo, sea del sexo que sea, nos convierte en cosas. Pigmalión y Galatea siguen entre nosotros; llegaron para quedarse hace demasiados siglos.