Muchos menos clásicos
Hace ya tiempo que sólo recurrimos a la palabra “clásico” para referirnos a cierta época de los Rolling o para hablar de un guiño antiguo en la manera de llevar la falda-pantalón. Sobre todo en literatura, los clásicos se han convertido en esa especie de aparador mazacótico que uno agolpa como puede en el trastero para aligerar la decoración. En realidad, los clásicos podían -pueden- equipararse a la plata de la casa: su sola presencia da valor. Al final, alguna virtud tenían esas colecciones por entregas -con sus encuadernaciones grandilocuentes de Cervantes, de Tolstoi o de Homero- que podían ser el correlato de aquellas Últimas Cenas que se colgaron en tantos hogares de una burguesía quizá conformista pero todavía respetuosa de algo más que de las formas: también de una noción patrimonial de la cultura, de lectura como esa conversación de siglos que da cauce a una civilización. Es el cliché -tan actuante- del niño imantado a los libros de la biblioteca paterna. De los dominios del kitsch al predominio de la cultura pop, nos abandonamos al estrago de una memoria tan corta que parecemos haber perdido incluso el gusto primordial de aquella literatura que aprendimos: el hontanar del romancero castellano, los poemas de Bécquer recitados al oído de una novia o la dignidad de la derrota en el Trafalgar de Galdós. Casi todo el pasado nos merece una mirada de superioridad irónica, escépticos de la ambición de perdurabilidad o de belleza. Que pruebe un poeta a decir que busca la gloria. Que pruebe un bachiller a buscar algo de aquel Plutarco que leyó Shakespeare.
Hace ya tiempo que sólo recurrimos a la palabra “clásico” para referirnos a cierta época de los Rolling o para hablar de un guiño antiguo en la manera de llevar la falda-pantalón. Sobre todo en literatura, los clásicos se han convertido en esa especie de aparador mazacótico que uno agolpa como puede en el trastero para aligerar la decoración. En realidad, los clásicos podían -pueden- equipararse a la plata de la casa: su sola presencia da valor. Al final, alguna virtud tenían esas colecciones por entregas -con sus encuadernaciones grandilocuentes de Cervantes, de Tolstoi o de Homero- que podían ser el correlato de aquellas Últimas Cenas que se colgaron en tantos hogares de una burguesía quizá conformista pero todavía respetuosa de algo más que de las formas: también de una noción patrimonial de la cultura, de lectura como esa conversación de siglos que da cauce a una civilización. Es el cliché -tan actuante- del niño imantado a los libros de la biblioteca paterna. De los dominios del kitsch al predominio de la cultura pop, nos abandonamos al estrago de una memoria tan corta que parecemos haber perdido incluso el gusto primordial de aquella literatura que aprendimos: el hontanar del romancero castellano, los poemas de Bécquer recitados al oído de una novia o la dignidad de la derrota en el Trafalgar de Galdós. Casi todo el pasado nos merece una mirada de superioridad irónica, escépticos de la ambición de perdurabilidad o de belleza. Que pruebe un poeta a decir que busca la gloria. Que pruebe un bachiller a buscar algo de aquel Plutarco que leyó Shakespeare.
“Disfrutemos, escribamos, vivamos, mi querido Horacio (…) Leeré tus escritos llenos de gracia y sentido, como se bebe un vino viejo que rejuvenece los sentidos”. Así le habla Voltaire al poeta, sin importar que entre uno y otro medien tantos siglos. Luego, citará la frase el gran Sainte-Beuve. Frente al predominio de la literatura de bajo coste, los clásicos nos dan la continuidad de la experiencia humana, del universo de símbolos, afectos y pasiones de los hombres. Son un caudal de arraigo comunitario y, al mismo tiempo, son una afirmación de la individualidad. En fin, benditas sean aquellas viejas novelas que empezaban por el principio y sabían terminar por el final.