Eclipse de yo
Cada año, por estas fechas, me eclipso. No sé realmente por qué pero se me oscurece el ánimo, sopla un viento frío en el páramo de mis esperanzas y todo se vuelve como de un color plata sin brillo.
Cada año, por estas fechas, me eclipso. No sé realmente por qué pero se me oscurece el ánimo, sopla un viento frío en el páramo de mis esperanzas y todo se vuelve como de un color plata sin brillo.
Esta misma mañana, desayunaba al alba en la cocina de mi casa, una casa igual a otras casas, de un pueblo igual a otro pueblo del sur de Madrid, a la misma hora que lo hago otros 250 días laborables, cuando un pajarillo se posó en las rejas de la ventana y se quedó mirándome. Movía su cabecita minúscula como queriendo atisbar en el interior de la cocina y parecía decirme “¡Eh tu! ¿Qué haces ahí? ¿Adónde vas? Espabila ¡se te acaba el tiempo!”.
Y me eclipso, me eclipso por no cruzar el Golden Gate Bridge a pie; por no asistir a un partido de rugby en un pueblo olvidado de Irlanda; por no perderme por San Petersburgo; por no visitar la casa de Stevenson en Samoa; por no buscar el rastro del capitán O’Keefe en la isla de Yap. Por tantas cosas que haría falta una novela para contarlas.
Pero, como todos los eclipses, dura escasamente unos minutos. Pronto asoman rayos de alegría que se cuelan por cualquier pliegue de la realidad: la foto del verano en París me sonríe desde la pared; algún regalo del Día del Padre se despierta en la estantería o mi llavero con forma de mariposa me recuerda una cita dentro de 1096 días.
Lo último que hago antes de salir de casa es ponerme mi viejo reloj Savar, de los de antes (una máquina hecha por el gallego Santos Varela, no un juguete). Le doy cuerda, acerco mi oído a la esfera de color azul cobalto y escucho su tic tac que resuena en mi corazón. Es un hilo invisible que me une al pasado y me impulsa al futuro.
Salgo al gélido amanecer del sur de La Dama. Sonrío. Un día más estoy vivo y no será hoy el día que me rinda.