THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

El arte reconocido

Parece que una nueva aplicación para teléfonos inteligentes reconoce obras de arte. Lo mismo que Shazam caza una melodía y la clava en el corcho como una mariposa, Magnus, a partir de una imagen, espulga al instante una base de datos hasta dar con la obra en cuestión.

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El arte reconocido

Parece que una nueva aplicación para teléfonos inteligentes reconoce obras de arte. Lo mismo que Shazam caza una melodía y la clava en el corcho como una mariposa, Magnus, a partir de una imagen, espulga al instante una base de datos hasta dar con la obra en cuestión.

A primera vista, el empeño tiene algo de anticuado. Desde que Marcel Duchamp introdujo un urinario en un museo, se cerró el hiato que separaba el objeto cotidiano del objeto de arte: todo puede ser arte. Poco importa que el propio Duchamp, presintiendo que su gesto conducía al arte a un callejón sin salida, dijera que nunca hubiera esperado que alguien se tomara en serio su travesura. En serio se la tomó Joseph Kosuth, teórico del arte conceptual, que fue quien extrajo, en su ensayo Art after philosophy de 1967, la consecuencia lógica del ready-made: el arte nada tiene que ver con la estética. Desde entonces, desasidos del deber de causar en el espectador una impresión, de belleza o de zozobra, los artistas, orgullosos, han tirado por un lado y el público, desobediente, por otro. La enésima muestra de Velázquez o de un impresionista congrega miles de visitantes, en contraste con las semidesérticas salas de arte contemporáneo y sus instalaciones, solitarias como ermitaños.

Naturalmente, los callejones sin salida tienen una salida: por donde se ha entrado. Para reflotar un arte encallado, confinado en un fortín elitista, se ha de iniciar el camino de regreso. A la belleza, a la representación –como decía Matisse, no existe arte abstracto o todo el arte lo es–, al trabajo bien hecho. Sencillamente, el gusto no es infinitamente elástico. Frente al derrotismo cognitivo que afirma que el arte no puede definirse, lo cierto es que todos tenemos un conocimiento preteórico de lo que merece el calificativo de artístico. Lo explica Dennis Dutton en su importante libro El instinto del arte: llamamos arte a aquello que reúne todas o algunas de estas propiedades arracimadas: es fuente de placer, exige una ejecución habilidosa, obedece a un estilo, es original y capaz de sorprender, se deja comentar por un lenguaje crítico, provoca una emoción, representa o imita experiencias, expresa una personalidad individual, presenta un desafío intelectual, obtiene su identidad del diálogo con la tradición, ocurre en la imaginación y –sobre todo– queda excluido de la vida cotidiana y por lo mismo requiere una atención especial.

¿Sabrán registrar todas o algunas de estas características nuestros adminículos digitales? No es necesario. Cuando se citen ante nuestra mirada, reconoceremos –sin mediación de concepto alguno, como enseñó Kant– la presencia de una obra de arte. Y yo añadiría un atributo más: el arte ilumina una parte de la realidad que estaba en penumbra. Lo que sugiere esta conclusión: para poder ver algunas cosas, lo que necesitamos no es un app, sino un artista.

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