La dignidad del voto
Dice Maquiavelo en sus Discorsi que, “los pueblos, aunque sean ignorantes, son capaces de reconocer la verdad, y ceden fácilmente cuando la oyen de labios de un hombre digno de crédito”. Algo parecido deben de creer los políticos cuando convocan referéndums: que, siendo ellos tan dignos de crédito y teniendo razón como la tienen, al pueblo no le quedará más remedio que dársela. Y algo similar deben de creer nuestros ilustrados cuando los critican, achacando los errores de los ciudadanos a las indignidades de sus gobernantes. Casi parece, a la luz de algunas críticas, que lo más razonable sería suspender toda votación hasta que encontremos políticos dignos de crédito, que nos aseguren que el voto no vuelva a equivocarse votando en contra del progreso social.
Dice Maquiavelo en sus Discorsi que, “los pueblos, aunque sean ignorantes, son capaces de reconocer la verdad, y ceden fácilmente cuando la oyen de labios de un hombre digno de crédito”. Algo parecido deben de creer los políticos cuando convocan referéndums: que, siendo ellos tan dignos de crédito y teniendo razón como la tienen, al pueblo no le quedará más remedio que dársela. Y algo similar deben de creer nuestros ilustrados cuando los critican, achacando los errores de los ciudadanos a las indignidades de sus gobernantes. Casi parece, a la luz de algunas críticas, que lo más razonable sería suspender toda votación hasta que encontremos políticos dignos de crédito, que nos aseguren que el voto no vuelva a equivocarse votando en contra del progreso social.
Pocas veces se ve tan claro como en el referéndum de Colombia, donde la elección (berlinianos, esta vez sí!) era netamente entre dos bienes: la paz y la justicia. Pero, en realidad, puede verse en todos los referéndums como en todas las votaciones: la gente suele votar lo que considera mejor, y si votamos es precisamente porque no estamos de acuerdo ni en lo que consideramos mejor ni en cómo conseguirlo. Así, lo más que se le puede recriminar a una votación, sea en el excepcional referéndum o en la cotidiana sesión parlamentaria, es que pone fin a una discusión que bien podría ponerse interesante.
El problema que algunos parecen tener con los referéndums y las elecciones que van perdiendo voto tras voto es que siguen pensando que la votación es un instrumento al servicio de la justicia y el progreso. Y lo que esconden tras esta visión utilitarista de la democracia es lo que más nos cuesta admitir a los demócratas, y es que lo que está en juego en el voto no es sólo cómo servir mejor a la justicia y al progreso sino a qué idea de progreso y a qué concepción de la justicia merece la pena servir.
Visto lo visto, casi parece necesario recordar que el voto no tiene valor porque siempre acierte; el voto tiene valor porque lo tiene el ciudadano. Y por esto, cuando alguien vota no está afirmando ser tan listo ni tan guapo ni tan rico como los demás, sino simplemente tan digno como ellos de tomar decisiones sobre su propia vida. Precisamente en atención a este sentimiento de la propia dignidad decía Chesterton que hay ciertas cosas que uno tiene que hacer por sí mismo aunque las haga mal; como sonarse la nariz, escribir una carta de amor. O votar, claro. Esto, es evidente, lo comparte y reclama todo demócrata. Al menos, hasta que el pueblo se muestra libre de su tutelaje.