Nostalgia del púlpito
Fue hará cosa de año y medio. Andaba yo en Córdoba, participando en un congreso organizado por la cadena SER que congregaba a un variopinto grupo de intelectuales y representantes políticos. Entre ellos, abriendo de hecho el encuentro, José Mujica. Su intervención, sin papeles, fue seguida por el público con sobrecogida atención: el expresidente uruguayo se dirigía a los allí congregados con las maneras de un párroco, elogiando las virtudes de la austeridad y la honradez. Me pareció un discurso moralizante y discurrí que su éxito popular evocaba cierta nostalgia, inconfesa, del púlpito. Pero qué sabe uno.
Fue hará cosa de año y medio. Andaba yo en Córdoba, participando en un congreso organizado por la cadena SER que congregaba a un variopinto grupo de intelectuales y representantes políticos. Entre ellos, abriendo de hecho el encuentro, José Mujica. Su intervención, sin papeles, fue seguida por el público con sobrecogida atención: el expresidente uruguayo se dirigía a los allí congregados con las maneras de un párroco, elogiando las virtudes de la austeridad y la honradez. Me pareció un discurso moralizante y discurrí que su éxito popular evocaba cierta nostalgia, inconfesa, del púlpito. Pero qué sabe uno.
Más tarde, me invitaron a conocerlo. Se mostró cordial y hablamos brevemente de literatura. Si algo me sorprendió fue la pasión admirativa que despertaba a su alrededor este hombre de ojos despiertos y mirada burlona que, desconocido por completo unos años atrás, se había convertido de la noche a la mañana en eso que con lamentable gusto llamamos «un referente moral». ¡Santo súbito! Naturalmente, se oculta aquí una interesante lección sobre la manufactura contemporánea de mitologías políticas: basta una entrevista televisada en el momento correcto para que nazca un símbolo. En este caso, el símbolo de una política limpia hecha por hombres limpios: un anti-Maquiavelo encarnado. We want to believe.
Que José Mujica esté siendo investigado por presunta corrupción decepcionará a quienes proyectaron sobre su figura un exceso de ilusión. En realidad, el caso podría tener virtudes curativas si quienes así obraron razonasen ahora que los líderes políticos no deben ser depositarios de tan altas expectativas y pasaran a mantener con ellos una relación menos religiosa. A fin de cuentas, como ya dijo el revolucionario Saint-Just durante el proceso a Luis XVI, no se puede reinar inocentemente. ¡Tampoco, claro, hacer política! Por desgracia, es más habitual que el ciudadano así decepcionado se convierta al nihilismo político -«¡que se vayan todos!»- o busque sustituto para su ídolo caído. Y así va el mundo.