Oscurantismo identitario
Post-verdad. El concepto hace fortuna y se ofrece aquí y allá como clave explicativa de lo que pasa. Y, sin embargo, si queremos que la noción ilumine más que brille habríamos de preguntarnos, en primer lugar, qué es lo que realmente aporta de novedoso ¿Ha habido acaso algún momento en la historia en que la mentira no haya sido parte sustancial del juego político?
Post-verdad. El concepto hace fortuna y se ofrece aquí y allá como clave explicativa de lo que pasa. Y, sin embargo, si queremos que la noción ilumine más que brille habríamos de preguntarnos, en primer lugar, qué es lo que realmente aporta de novedoso ¿Ha habido acaso algún momento en la historia en que la mentira no haya sido parte sustancial del juego político?
Que los políticos podrían estar mintiéndonos es cosa que siempre hemos sabido. Al menos desde que Maquiavelo enseñó que la política era una técnica con una esfera de actuación propia independiente de la ética. Mentir es, por tanto, una prerrogativa del príncipe. Aunque las cosas nunca sean tan sencillas, porque rara vez nos encontramos con mentiras perfectas y redondas o con personajes tan cínicos que sean capaces de soltar embustes a conciencia. Entre otras razones, porque los políticos saben, como nosotros, que no es lo mismo mentir (a sabiendas) que decir una mentira (ignorando la falsedad del aserto) y que entre ambas orillas cabe un mar de declinaciones posibles donde es posible adulterar, desfigurar, esconder, tergiversar, exagerar, fingir o sencillamente callar una verdad tan relevante como inconveniente. Y para todo ello los políticos han contado siempre con el apoyo –sobre todo desde que se hizo necesario gobernar con el beneplácito de la opinión pública– de propagandistas y, modernamente, de periodistas. Tampoco son las fake news cosa nueva bajo el sol.
¿Qué ha cambiado entonces?
El asunto precisaría un largo examen, pero barrunto que la postverdad, en lo que tiene de nuevo, es una enfermedad del cuerpo social y no tanto del estamento político. Se yerra el tiro si se piensa que el problema reside en el nulo vínculo con la realidad de las declaraciones de un Donald Trump o de un Nigel Farage (o de un Carles Puigdemont, dicho sea en beneficio de quienes dan ahora los primeros pasos) y no con el hecho de que la ciudadanía parece estar más ávida de mentiras que nunca. Un fenómeno viejo es que la opinión pública pueda ser manipulada con informaciones falsas; que el elector casi parezca estar demandando que el político le suministre bulos, y se muestre impermeable, o directamente hostil, a las argumentaciones basadas en hechos, parece más novedoso e inquietante.
Porque paremos mientes un segundo en la curiosa paradoja: contra las apariencias, nuestra vida social nunca ha estado tan rodeada de hechos. Casi tres siglos de ilustración en Occidente no han sido en balde. Nunca ha habido tantos investigadores haciendo pasar sus propuestas por el tamiz de los datos. Y así resulta que la época del post-truth es también la del evidence-based y el peer-review, y en la esfera mediática las fake news conviven con el fact-checking. En realidad –poniéndonos optimistas y habermasianos– podríamos suponer que la democracia liberal, representativa y pluralista, con sus filtros y mecanismos de composición de intereses diversos, ejerce, si es transparente, una especie de presión hacia la objetividad en el debate público.
Los políticos de la post-verdad parecen obtener su fuerza del deseo de una creciente porción del electorado de zafarse de esa presión cognitiva que supone una comunidad de ciudadanos dándose razones unos a los otros. ¿Por qué? Sospecho que porque la identidad ha sucedido a la ideología como mecanismo dador de sentido. La identidad consiste en contarse historias sobre uno mismo, y por desgracia los hechos rara vez cuentan historias. En una comunidad segmentada se produce una colisión entre lo que necesitamos creer (porque sostiene nuestra identidad) y lo que deberíamos saber (porque los hechos están a nuestro alcance). El dilema parece resolverse a favor del alistamiento bajo la ficción que más convenga a la autoestima de cada grupo. Lo nuevo, por tanto, no es que los políticos mientan, sino su descubrimiento de que en comunidades democráticas fraccionadas en identidades diversas, la manera más rápida de alzarse con el poder es explotar sin decoro nuestro sesgo de confirmación. Escójase un grupo social y aliméntese su ego con mentiras (porque la vanidad todo se lo traga) o cálmese su dolor con ficciones (porque la pena con culpables se apacigua). Así se gana hoy una elección, y no es casual que sean los nacionalistas, los contadores de historias por excelencia, los primeros en hacer baza de esta generalizada fatiga ante los hechos.
Oscurantismo al servicio de la identidad: ese es el meollo de la postverdad.