El miedo, las mentiras y la promiscuidad de la mentira
Timothy McVeigh asesinó a 168 personas con un camión repleto de explosivos estacionado frente a un edificio federal en Oklahoma City en 1995. El terrorista, un antiguo miembro de las fuerzas armadas estadounidenses, había alimentado su odio hacia el sistema con propaganda conspirativa y supremacista blanca. Hubo un antes y después de aquel atentado, el más mortífero en territorio norteamericano hasta el 11S. Fue entonces cuando muchos de los principales responsables de publicaciones conspiranoicas se sintieron señalados por la opinión pública. Sus trabajos fusionaban conjuras sobre el asesinato de Kennedy y las operaciones encubiertas de la CIA con abducciones alienígenas, confabulaciones masónicas o diatribas negacionistas. No nos puede extrañar que algunos comenzaran a hablar de la existencia de la “parapolítica” o de la “política profunda” para defenderse. En el fondo, como señaló un sincero editor de un popular fanzine: “todos podemos estar locos, pero no somos los mismos locos”.
Timothy McVeigh asesinó a 168 personas con un camión repleto de explosivos estacionado frente a un edificio federal en Oklahoma City en 1995. El terrorista, un antiguo miembro de las fuerzas armadas estadounidenses, había alimentado su odio hacia el sistema con propaganda conspirativa y supremacista blanca. Hubo un antes y después de aquel atentado, el más mortífero en territorio norteamericano hasta el 11S. Fue entonces cuando muchos de los principales responsables de publicaciones conspiranoicas se sintieron señalados por la opinión pública. Sus trabajos fusionaban conjuras sobre el asesinato de Kennedy y las operaciones encubiertas de la CIA con abducciones alienígenas, confabulaciones masónicas o diatribas negacionistas. No nos puede extrañar que algunos comenzaran a hablar de la existencia de la “parapolítica” o de la “política profunda” para defenderse. En el fondo, como señaló un sincero editor de un popular fanzine: “todos podemos estar locos, pero no somos los mismos locos”.
Desde entonces muchas cosas han cambiado. En primer lugar, ya no tienen que esconderse. Aquellas mentes conspiranoicas, que se encontraban en los márgenes de la sociedad, hoy están en el centro. Son mainstream y utilizan las redes sociales para expandir sus historias con facilidad. La llegada de Steve Bannon a la Casa Blanca como consejero áulico del presidente Trump es un evidencia más de que los teóricos de la conspiración han llegado demasiado lejos. Y es que el perfil de Bannon ha crecido dentro de una publicación digital como Breitbart News, una revoltijo virtual que replica muchas de las historias que antes sólo tenían cabida en boletines sostenidos por lobos solitarios. En demasiadas ocasiones, las calumnias difundidas allí desparraman teorías conspirativas contra el partido demócrata, los judíos o los musulmanes.
No es la primera vez, ni será la última. La cultura de la conspiración se cuela constantemente entre los pliegues de la realidad. En nuestra época, se trata de un fenómeno transversal, azuzado por la globalización, que destaca por su promiscuidad a la hora de crear un hipertexto que genera y favorece conexiones, incluso, entre universos ideológicos opuestos. El consumo de este tipo de teorías favorece su transformación, multiplicación y reinterpretación. Son historias persuasivas emocional y simbólicamente que se alimentan del miedo. De hecho, para Bannon y sus correligionarios el temor debe alimentar los discursos populistas. Las democracias liberales aún no han sido capaces de aplacar estos mecanismos sediciosos, aunque están resistiendo los embates mucho mejor de lo que creen enemigos y agoreros. Eso sí, éstas tampoco son perennes. La política sigue importando y es nuestra obligación repensar las instituciones demoliberales de manera eficiente y creíble. Podríamos comenzar tomándonos en serio las consecuencias éticas de la mentira.