Placeres mundanos
Me contaba un amigo que estas Navidades le han regalado un set profesional para afeitarse en casa a la antigua usanza: con navaja y emulsiones. Según parece, alrededor de este noble hábito ha emergido una formidable subcultura que incluye tutoriales en Youtube, trueque de lociones entre particulares y apasionados debates sobre el afilado de las cuchillas. Es sabido que Internet ha facilitado la creación de comunidades virtuales allí donde antes era necesaria la vecindad física o la venta por correspondencia. Ya que quien dice afeitado tradicional, dice muchas otras pasiones inútiles: desde el coleccionismo de monedas a la ingesta de cervezas artesanas, pasando por los vinilos de música garaje y los soldaditos de plomo de las guerras napoleónicas. Sus practicantes no son tanto los justos que están salvando el mundo, según decía Borges, como los individuos obsesivos que hacen difícil hablar de un capitalismo homogeneizador y monolítico. Hace mucho que no estamos en el fordismo, sino en una economía de consumo hiperdiversificada donde se crean necesidades a la misma velocidad que se amplía la oferta que satisface las preexistentes. Otra cosa es que las multitudes que se agolpan en los grandes almacenes el primer día de las rebajas nos impidan apreciar esa delirante diversidad. O que pensemos sinceramente que seríamos más felices, como decía Ferlosio contra Hegel, a la sombra del cocotero. No podemos descartarlo.
Me contaba un amigo que estas Navidades le han regalado un set profesional para afeitarse en casa a la antigua usanza: con navaja y emulsiones. Según parece, alrededor de este noble hábito ha emergido una formidable subcultura que incluye tutoriales en Youtube, trueque de lociones entre particulares y apasionados debates sobre el afilado de las cuchillas. Es sabido que Internet ha facilitado la creación de comunidades virtuales allí donde antes era necesaria la vecindad física o la venta por correspondencia. Ya que quien dice afeitado tradicional, dice muchas otras pasiones inútiles: desde el coleccionismo de monedas a la ingesta de cervezas artesanas, pasando por los vinilos de música garaje y los soldaditos de plomo de las guerras napoleónicas. Sus practicantes no son tanto los justos que están salvando el mundo, según decía Borges, como los individuos obsesivos que hacen difícil hablar de un capitalismo homogeneizador y monolítico. Hace mucho que no estamos en el fordismo, sino en una economía de consumo hiperdiversificada donde se crean necesidades a la misma velocidad que se amplía la oferta que satisface las preexistentes. Otra cosa es que las multitudes que se agolpan en los grandes almacenes el primer día de las rebajas nos impidan apreciar esa delirante diversidad. O que pensemos sinceramente que seríamos más felices, como decía Ferlosio contra Hegel, a la sombra del cocotero. No podemos descartarlo.
De lo que no podemos dudar es de que el capitalismo de masas es, para quienes participan en él, una máquina de placer. Se trata de un placer a menudo vulgar, banal, incluso estúpido. Pero su éxito no puede entenderse sin hacer referencia al goce que proporciona al consumidor, hasta el punto de que la célebre tesis de Max Weber sobre la constrictiva hiperracionalidad del mundo moderno es refutada cada fin de semana sobre la pista de baile de la discoteca. O en Parkes, Australia, donde se celebra cada año -desde hace veinticinco- un multitudinario festival dedicado a Elvis Presley. Visto el fervor de los fieles por su ídolo profano, no puede extrañarnos que Elvis himself dijera a su productor Felton Jarvis, un año y medio antes de morir, que estaba «muy cansado de ser Elvis Presley». Dioses extenuados: he ahí una hermosa imagen en busca de su poeta. Pero quienes no se cansan son los hombres. Y si, tal como sugiere José Luis Pardo en sus Estudios del malestar, también los grandes ídolos políticos están cargados por el deseo de las masas antes que por su pura razón, mejor que esos hombres adoren a Elvis antes que a Hitler o Mao. Si se puede elegir, claro.