La paradoja de la empatía
Cada tanto alguien bienintencionado recomienda empatía contra los males del mundo. Me refiero, naturalmente, a esa empatía que pretende meterse en la piel del otro para tomar decisiones, y no a ésa otra que sólo intenta conocerlo, tan elemental que a nadie se le ocurriría recomendarla. Las consecuencias suelen ser moralmente nefastas. No sólo porque rigurosamente hablando la empatía sea una suposición, sino porque una vez en los zapatos de otro no se sabe muy bien en qué lugar queda uno.
Acaba de salir publicada en América la última y muy sensata indagación en el asunto, Against Empathy, de Paul Bloom. Apoyándose en los últimos estudios científicos sobre el particular, el psicólogo identifica la empatía como un sesgo que no viaja más allá de los estrictos límites de la tribu. O sea una distorsión -¡pruebe el lector a empatizar con una estadística!- que conduce al racismo, incluso a la violencia. Y que ha dejado su impronta en teorías como la del kilómetro sentimental o el efecto de la víctima identificable. El libro va lleno de ejemplos pertinentes, pero yo no me saco de la cabeza aquella empatía del Papa Francisco tras el atentado yihadista contra la revista satírica Charlie Hebdo, que había caricaturizado a Mahoma: «Si el doctor Gasbarri dice una mala palabra de mi mamá, puede esperarse un puñetazo. ¡Es normal!». Donde queda claro a qué grupo se siente más próximo el Pontífice y qué tipo de piedad suelen aplicar los empáticos.
El énfasis en la empatía no es nada más, obviamente, que el énfasis en los sentimientos. Bloom es un hombre profundamente convencido de que lo mejor de nosotros no se produce en esa circunstancia, sino en el empleo de la razón. Y prueba de ello, como señala citando a Steven Pinker en Los ángeles que llevamos dentro, es que la ampliación de nuestro círculo moral y la contemporánea reducción de conflictos tenga más que ver con la extensión de los derechos humanos que con la supuesta empatía, de la que no hay pruebas de que dispongamos en mayor cantidad que nuestros antepasados. Es decir, la sólida convicción de que aunque no empatizemos con ellos, sus vidas tienen el mismo valor.
Es emocionante, frente a las voces que desde la neurociencia y la psicología social claman hoy por expulsar al hombre del paradigma racional, que alguien insista en cuál es el único consuelo fiable.