Ruido blanco
Es conmovedora la inclinación del ser humano a depositar grandes esperanzas en las sucesivas tecnologías de la comunicación. Murnau, el gran director alemán, decía del cine que «puede poner fin a la guerra, pues los hombres no se pelean si conocen el corazón del otro». Algo parecido se había sugerido sobre el telégrafo y del teléfono, antes de que esta ensoñación meliorativa alcanzase su clímax con la llegada de Internet: la comunicación instantánea global llamada a producir el entendimiento ético universal. Hermosa fantasía que concluye una madrugada en la sección de comentarios de un periódico español, donde dos usuarios anónimos se insultan a razón de dos faltas de ortografía por cada frase. O sea, la autocomunicación de masas convertida en pugilato. Y la conversación pública, degradada a la condición de espacio agonista donde no se aducen argumentos sino identidades. Sad!
Es conmovedora la inclinación del ser humano a depositar grandes esperanzas en las sucesivas tecnologías de la comunicación. Murnau, el gran director alemán, decía del cine que «puede poner fin a la guerra, pues los hombres no se pelean si conocen el corazón del otro». Algo parecido se había sugerido sobre el telégrafo y del teléfono, antes de que esta ensoñación meliorativa alcanzase su clímax con la llegada de Internet: la comunicación instantánea global llamada a producir el entendimiento ético universal. Hermosa fantasía que concluye una madrugada en la sección de comentarios de un periódico español, donde dos usuarios anónimos se insultan a razón de dos faltas de ortografía por cada frase. O sea, la autocomunicación de masas convertida en pugilato. Y la conversación pública, degradada a la condición de espacio agonista donde no se aducen argumentos sino identidades. Sad!
Pero no debería extrañarnos. Las nuevas tecnologías son, ante todo, la herramienta del exaltado. O sea, del sujeto comprometido con una causa y aficionado a defenderla allí donde sea necesario: por amor a la causa o por amor a sí mismo. Son ellos quienes se asoman a las secciones de comentarios y emplean las redes sociales sin reposo; ellos, quienes convierten la idea en dogma. Ahora bien, por cada exaltado digital hay cien moderados analógicos: personas que miran, pero no participan. Y no participan por su natural moderación, pero también porque la falta de civilidad del espacio comunicativo ha terminado por expulsarlos. De esta forma, la esfera pública conoce una sobrerrepresentación del individuo adversativo y acaba configurándose como el hábitat idóneo para el tribalismo moral: un canal lleno de ruido blanco solo apto para iluminados. Aunque existan, porque existen, excepciones.
En su libro sobre los rumores que con tanta rapidez se propagan digitalmente, Cass Sunstein sugería la necesidad de intervenir legalmente -por ejemplo, aumentando las multas para quienes difunden noticias falsas a sabiendas – para evitar el daño que aquellos pueden provocar. Ahora, Google lanza una herramienta para bloquear los comentarios maliciosos, con el propósito de hacer posible una conversación civilizada entre quienes de verdad desean tenerla. No se nos forzaría a ser libres, como quería Rousseau, sino a ser cívicos. ¡Nada que objetar! Aunque la vida democrática es por definición cacofónica y ruidosa, semejándose antes a una plaza pública que a un coloquio académico, no está de más combatir este efecto colateral de la digitalización: para que el ciudadano ejerza como tal.