Reflexiones de un pequeño hereje
Afirman los evangelios que el Reino de los Cielos pertenece a los niños. De ser así, este debe de hallarse repleto de pequeños herejes. Yo mismo, cuando contaba con diez años, interpretaba la Semana Santa, lo noto ahora, de forma un tanto herética.
Afirman los evangelios que el Reino de los Cielos pertenece a los niños. De ser así, este debe de hallarse repleto de pequeños herejes. Yo mismo, cuando contaba con diez años, interpretaba la Semana Santa, lo noto ahora, de forma un tanto herética.
Según mi pequeña herejía lo que ocurría el Viernes Santo era que Dios mismo se moría. ¿No había ratificado acaso el Concilio de Nicea que Jesús era Dios mismísimo? (Aunque, por aquel entonces, yo no sabía, claro, del Concilio de Nicea). Por consiguiente, entre ese viernes y el Domingo de Resurrección, si Jesús estaba muerto es que Dios estaba muerto y Nietzsche tenía razón. (Naturalmente, tampoco había leído a Nietzsche por entonces; aunque, de haber leído a Hegel, habría corroborado que este filósofo interpretaba el Viernes Santo de forma no muy ajena a lo que vengo narrando aquí).
Resultaba singular contemplar durante un par de días un mundo sin Dios si estabas habituado, como pequeño niño feliz y creyente, a observar el mundo como si sí existiera Dios. En apariencia nada había cambiado: seguían ahí papá, mamá y tu hermana, es decir, las cosas verdaderamente importantes. También seguía ahí la plazuela de debajo de casa, con su exiguo césped pisoteado; los coches aparcados (recordarás cuánto te gustaban por entonces los coches); la acera un tanto agrietada (mas entonces tú pensabas que aquello era lo normal). Incluso seguía en pie tu parroquia, la iglesia del Carmelo, demostrando al mundo que, aunque Dios muriera, la iglesia se las arreglaría para permanecer.
Todo parecía igual, pero no lo era. Muchos años después, frente a un poema de Luis Cernuda, reconocerías la sensación: “Los lugares idénticos parecen, / las cosas, como antes / mas él no está, ni la luz, ni las hojas”. El poeta recordaba a su amigo muerto en diciembre y por ello, al menos, habían cambiado para él la luz y las hojas. Pero Dios había tenido la delicadeza de morirse en primavera, así que seguía habiendo luz y seguía habiendo hojas. Mas él ya no estaba.
En cierto modo, para un pequeño creyente (y, recordemos, según los evangelios nadie es más que un pequeño creyente) un mundo sin Dios era de repente un mundo en que nada importaba demasiado. Todo lo que había estado cargado de significados profundos, de pecados o bendiciones de nada menos que el Creador del cosmos, de repente se volvía superficial. Era ya solo materia y polvo. Muchos años después, frente a una novela de Milan Kundera, reconocerías que él llamaba a aquello la insoportable levedad del ser.
Aunque, por otra parte, hay que reconocer que, si el Dios cristiano existe, tampoco las cosas que nos ocurren poseerán tantísima importancia. Pase lo que pase, incluso si nos llega la muerte, habrá al final un día en que un Dios bondadoso nos resucitará, enseña justo la Semana Santa. Bien está lo que bien acaba, corrobora la tradición popular.
Esto nos lleva a algunas conclusiones curiosas. Para un creyente cristiano, tanto si Dios existe como si Dios no existiera (al menos un par de días) las cosas cotidianas pierden peso y relevancia. Para un ateo, sin embargo, a todo cuanto ocurre le cabe cobrar inmensa importancia, pues todo cuanto ocurre es lo único que hay. Si lo terrenal no importara para un ateo, ¿qué podría importar?
El budismo por su parte nos envía aquí un mensaje parecido al cristiano: para el budista el modo correcto de tomarse las cosas en la vida es conceder a todas bastante menos fuste del que nuestro ego les suele dar. El judaísmo camina en similar sentido: no hagáis un ídolo de nada de este mundo, dice Yahvé, pues lo único relevante es Alguien, como Él, que está más allá de lo mundano. También los filósofos estoicos, que creían en una Razón que ordenaba todo el orbe, insistían en que, por ese motivo, no deberíamos atribuir gran importancia a nuestras pequeñas cosas de pequeños hombrecitos por aquí.
De todo esto se deduce, pues, que acaso la diferencia entre un creyente y un ateo no estribe en que el primero crea ciertas cosas y el segundo no. Incluso los días en que el creyente coincide con el ateo en que Dios no existe, sigue siendo un tipo bien disímil a él. Lo que distingue a ambos reside más bien en su diferente actitud frente al mundo: el creyente tiende a tomárselo de una manera más leve, el ateo puede llegar a concederle una importancia supina. Muchos ateos del siglo XX, por ejemplo, se denodaron por crear en este mundo nada menos que un cielo (político) en la Tierra. O aquí o nunca, era y es aún su (congruente) planteamiento. Hoy sabemos que fracasaron. El siglo XX cultivó más infiernos que cielos.
Pero lo revelador es que un creyente auténtico jamás habría alimentado parejas urgencias. El religioso (cristiano, budista, judío, estoico) se tomará todas las cosas terrenales, incluso las más terribles, con una paz de fondo que es razonable que al ateo le cueste entender. Un poco como a los adultos nos cuesta entender esa paz de fondo que llamamos inocencia. Un poco como a los adultos nos cuesta entender a los niños. Un poco como a los adultos nos cuesta entender, en mi opinión y en la del evangelio, qué será eso del Reino de los cielos.