Dimas o Gestas
La semana pasada estuve en El Escorial. Me dejo caer por allí una o dos veces al año, esta vez con la excusa de una universidad de verano. Más allá de su monasterio, brutal y sobrecogedor, me gustan sus calles empedradas, su vegetación abundante y envolvente, la vista amplia que ofrece hacia Madrid y la mole opaca que se alza a su espalda: el monte Abantos.
La semana pasada estuve en El Escorial. Me dejo caer por allí una o dos veces al año, esta vez con la excusa de una universidad de verano. Más allá de su monasterio, brutal y sobrecogedor, me gustan sus calles empedradas, su vegetación abundante y envolvente, la vista amplia que ofrece hacia Madrid y la mole opaca que se alza a su espalda: el monte Abantos.
Hace mucho calor, así que nos acercamos a comer a una plaza recoleta y techada por castaños, y allí, a resguardo del sol, nos sentamos en una terraza. El lugar resulta tan refrescante que hasta nos animamos a pedir judiones. Hemos ido varios amigos y ocupamos una mesa larga que han improvisado con diligencia y amabilidad los camareros. El más joven de ellos, un muchacho moreno, alto y espigado, con pendientes de brillantes, se entusiasma al ver a Angie, que hoy nos acompaña: ¡Qué perro más guapo!, y enseguida le trae un cubo de agua con hielos que ella agradece.
Comemos bien, charlamos animadamente sobre política y marchamos ahítos de regreso a la Universidad, donde están a punto de comenzar los cursos de la tarde. Acabo de levantarme cuando me doy cuenta de que he olvidado el móvil sobre la mesa. Desando los pocos pasos que había dado, con algunos de mis amigos todavía sentados, pero el teléfono ya no está allí.
Pregunto al personal del restaurante, por si lo hubieran visto al recoger los platos. Nadie sabe nada. Busco por todas partes, pero no aparece, así que asumo con resignación y fastidio que me lo han robado. Ha sido solo un momento de distracción, apenas un segundo de despiste, pero ha sido suficiente. El camarero joven me da algunas indicaciones sobre cómo bloquear el teléfono para que el ladrón no pueda usarlo y le pide a Jorge su número para poder localizarnos en caso de que alguien lo encontrara.
Marcho afligida, pensando en la cantidad de información que he perdido y en el trastorno que me provocará este robo para poder trabajar. También en la cantidad de trámites que tendré que hacer para inutilizar el terminal y en el dineral que me costará hacerme con uno nuevo: ni siquiera había acabado de pagar este.
Entonces suena el móvil de Jorge. La dueña del restaurante le dice que mi teléfono ha aparecido, que puedo pasar a buscarlo. Así que me voy hasta allí, corriendo con sandalias, sin importarme el calor, radiante de felicidad. Está un poco lejos, pero qué más da.
Me planto en el restaurante con una sonrisa y le pregunto al primer camarero que encuentro: ¿Dónde estaba? El chico me dice que no sabe y me remite a su jefa, que me espera con cara de preocupación que contrasta con mi alegría incontenible. Me conduce escaleras arriba hasta un comedor cerrado y oscuro, y allí me cuenta que el teléfono me lo había robado aquel muchacho encantador de pendientes brillantes. Que después se había arrepentido y se lo había contado a ella. Que ahora estaba llorando en la cocina. Que es el menor de muchos hermanos de una familia humilde, y que apenas lleva un mes trabajando con ellos. Tiene 17 años.
Le explico a la señora que no tengo ninguna intención de denunciarlo y que solo quiero recuperar mi móvil, que me entrega sin la funda de plástico que llevaba (la carcasa es lo último que me importa). Me ofrece todas las disculpas del mundo, sinceras. Estoy tan contenta que no estoy enfadada. Antes de marcharme le pido una cosa: hablar con el camarero. Sube entonces las escaleras el chaval, todavía con lágrimas en los ojos. Antes de que pueda decirme nada, le doy las gracias por el servicio tan bueno que nos ha dado. Le reconozco su atención, le explico que hemos comido estupendamente, que hemos estado muy a gusto, que nos ha tratado muy bien. También le agradezco lo cariñoso que ha sido con Angie. Le digo que es un buen camarero y que ha cometido un error que ha sabido corregir con valentía y honestidad. El chico está flipando.
Repito ese mismo discurso delante de su jefa para tratar de mitigar las represalias contra el joven trabajador. Y contenta como unas pascuas salgo del restaurante, de vuelta a los cursos de verano. No solo había recuperado mi móvil, también había tenido ocasión de reforzar las cosas buenas de aquel muchacho, alejándolo del estigma del delincuente. En el fondo había sido un discurso ufano y pretencioso, pero bien estaba lo que bien acababa.
O eso creía entonces, porque la historia estaba lejos de terminar ahí. Apenas me he alejado del bar cuando, al tratar de mandar un mensaje, descubro que no tengo tarjeta SIM. La funda me da igual, pero la SIM es indispensable. También falta la tarjeta de memoria. Entro por tercera vez en el restaurante donde le cuento a la propietaria el nuevo problema.
Al parecer, al chico le ha dado tiempo a destriparme el móvil en el baño. Después ha olvidado allí las piezas, con tan mala suerte de que, justo entonces, el personal ha llevado a cabo su limpieza. O eso dice. Ahora, mi carcasa, mi SIM y mi tarjeta de memoria están en el cubo de basura inmenso de un restaurante. El hijo de la dueña se ocupa de buscar con paciencia todos los componentes en aquel mar de desperdicios.
Primero aparece la tarjeta de memoria. Poco después, la funda. Pero no hay rastro de la SIM. La jefa me ofrece cafés, horchatas, limonadas y refrescos que desdeño, ya con poco humor. Al fin, su hijo viene con el preciado chip en la mano. Pero los problemas no acaban aquí: está partida. Trata de ponerla de nuevo en el móvil, pero el terminal no la reconoce. Tendré que hacer un duplicado. La señora se presta a ir hasta la tienda de Orange más cercana, que está en otro pueblo, para ocuparse personalmente del trámite. Como rechazo su ofrecimiento, me pide que le deje pagar por ello. Tampoco acepto.
De vuelta en Madrid, me acerco a hacer el duplicado, que no me cuesta más que cinco euros. Pero entonces descubro que no puedo acceder a ninguna de las aplicaciones de mi móvil que funcionan con la cuenta de Google. El ladrón ha eliminado mi cuenta, no solo del teléfono, sino de la faz de internet. Ya no existe. No sé si lo ha hecho de forma intencionada. Las opciones de recuperación no dan resultado desde mi Samsung y el personal de Orange me sugiere que lo intente desde el ordenador. Efectivamente, desde el portátil restauro la cuenta sin problema. Ya tengo el móvil operativo de nuevo.
Cuento todo esto porque estoy tratando de encontrar una moraleja en la historia. Pero, seguramente, la moraleja es que no hay moraleja. La enseñanza es que la realidad nos confronta cada día con asuntos complejos en los que es difícil dirimir dilemas morales. El camarero me robó el móvil y luego me lo devolvió. Después me había ocasionado un buen número de inconvenientes. Pero, al cabo, había vuelto a casa con mi teléfono.
¿Era aquel muchacho Dimas, el ladrón bueno que crucificaron junto a Jesucristo? ¿O era Gestas, el ladrón malo? Era un chico humilde y se había arrepentido de su acción. Pero también eran jóvenes y humildes sus compañeros que no me robaron. Sin embargo, si no hubiera tenido el arrojo de reconocer su error yo no habría recuperado mi móvil. No le guardo rencor, pero me cuesta hallar una respuesta. Me pregunto, como aquella canción, “hasta dónde debemos practicar las verdades”.
Los juicios morales absolutos encajan mal con la realidad del mundo. Aquel chico no era Dimas y tampoco era Gestas. Se llamaba Christian. No sé si hace honor a su nombre, pero celebremos la secularización moderna y felicitémonos porque nadie va a crucificarlo.