THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

Las leyes de la ciudad

No recuerdo si Sófocles registraba la estación del año en que se desarrollaba la acción de Antígona. Se me antoja pensar que era verano, porque en verano las plazas parecen más duras y las leyes más duras y el mundo un lugar menos propicio al acuerdo y no en balde decimos que es el sol quien hace justicia. Empecé la semana conmovido por el caso de Charlie Gard, que ya no está. Tenía once meses, era ciego, era sordo, y vivía entubado porque sus células se negaban a crecer y no quise seguir leyendo porque se me rompía el corazón. Hace unos días sus padres dieron por perdida la batalla legal emprendida contra el hospital pediátrico de Londres que les denegaba el permiso para trasladar a Estados Unidos a su hijo, donde quizá –sólo quizá- un tratamiento experimental podía hacer que Charlie salvara la vida, tuviera una. Una campaña en redes, merecedora de la atención de Donald Trump y el papa Francisco, había recaudado más de un millón de libras para pagar viaje y tratamiento. Pero los médicos estaban convencidos de que prolongar la vida del hijo era prolongar su sufrimiento. El juez dio la razón al hospital y autorizó que Charlie regresara al lugar del que tal vez nunca había salido del todo.

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Las leyes de la ciudad

No recuerdo si Sófocles registraba la estación del año en que se desarrollaba la acción de Antígona. Se me antoja pensar que era verano, porque en verano las plazas parecen más duras y las leyes más duras y el mundo un lugar menos propicio al acuerdo y no en balde decimos que es el sol quien hace justicia. Empecé la semana conmovido por el caso de Charlie Gard, que ya no está. Tenía once meses, era ciego, era sordo, y vivía entubado porque sus células se negaban a crecer y no quise seguir leyendo porque se me rompía el corazón. Hace unos días sus padres dieron por perdida la batalla legal emprendida contra el hospital pediátrico de Londres que les denegaba el permiso para trasladar a Estados Unidos a su hijo, donde quizá –sólo quizá- un tratamiento experimental podía hacer que Charlie salvara la vida, tuviera una. Una campaña en redes, merecedora de la atención de Donald Trump y el papa Francisco, había recaudado más de un millón de libras para pagar viaje y tratamiento. Pero los médicos estaban convencidos de que prolongar la vida del hijo era prolongar su sufrimiento. El juez dio la razón al hospital y autorizó que Charlie regresara al lugar del que tal vez nunca había salido del todo.

El caso me pareció paradigmático del clásico desencuentro entre ley y conciencia, entre individuo y Estado. Y, aunque quien lee la historia como yo en los periódicos sospecha que el Estado hizo lo correcto, será difícil que se extinga en el fuero interno de los padres la voz que les dice que la ley privó a Charlie de su última baza y a ellos del derecho a tutelar hasta el final la vida que habían engendrado. Y hete aquí que al día siguiente de saber de Charlie Gard, conozco la historia de Juan Rivas, la mujer que ha decidido desobedecer a la justicia y no entregar a sus hijos al padre italiano sobre quien pesa una condena por malos tratos dictada en 2009. De nuevo la conciencia que desafía la ley. De nuevo también el apasionamiento promovido por una legión de opinadores anónimos, algunos de buena fe, otros motivados sólo por su irrefrenable voluntad de exhibir virtud. Cuantos más detalles se han sabido de la historia íntima de esta pareja naufragada, más difícil se ha vuelto poner etiquetas y zanjar la cuestión con un par de cómodos epítetos, a la manera de twitter.

Lo cierto es que el conflicto entre ley y conciencia nunca está saldado. La inmortal tragedia de Sófocles vuelve al escenario cada vez que nos parece que la justicia no es digna de tal nombre. Pero parece un poco arbitrario querer representar los dos papeles a la vez: el de Creonte para invocar inflexible la justicia que condenó a Francesco Arcuri a una pena de tres meses de cárcel y el de Antígona para rechazar la ejecución de una sentencia, confirmada en apelación, que dice que el padre tiene derecho a volver a ver a sus hijos. Toda nuestra civilización depende del hecho de que tengamos confianza en que las leyes de la ciudad, leyes que nos hemos dado democráticamente y que son aplicadas de manera garantista por profesionales, merecen, no devoción, pero sí respeto y, en última instancia, el primado sobre nuestros deseos o convicciones. El error, incluso el error trágico, no está, por desgracia, excluido, pero afortunadamente el sistema cuenta con salvaguardas y filtros suficientes como para pensar que lo normal es que los jueces, asistidos por la fiscalía y los psicólogos forenses, arbitren una solución razonable que no sancione violencia ni ponga en peligro a los menores. Por eso, a los responsables públicos les pediría que, en lugar de contribuir a la confusión con opiniones a la ligera, trabajen para que las partes se citen de nuevo pronto en el juzgado. A los demás, más nos valdría guardar una prudente circunspección. Definitivamente, agosto no necesita más jueces.

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