Siempre somos el turista de alguien
Aquel joven escocés no dejó de sentir una melancolía formularia ante las ruinas del Foro, pero su gran pasatiempo iba a ser más biológico que estético: en concreto, fatigar cada noche las calles de Roma “como un león imperioso en pos de su chacal”.
Aquel joven escocés no dejó de sentir una melancolía formularia ante las ruinas del Foro, pero su gran pasatiempo iba a ser más biológico que estético: en concreto, fatigar cada noche las calles de Roma “como un león imperioso en pos de su chacal”. Así encadenó cuatro gonorreas que, a modo de “heridas de sus guerras romanas”, se dedicó a esparcir a toda “jolie fille” con la que tuvo trato en la península itálica. Sin duda, ese muchacho del XVIII haría pasar por un Catón a tanto turista radicado este agosto en la Barceloneta o Magaluf, pero hoy recordamos a James Boswell por la Vida del doctor Johnson, a decir de Strachey, “uno de los éxitos más notables de la historia de la civilización”.
Sin cambiar de Mediterráneo, hacia 1920 llegó a Andalucía cierto petimetre que eligió destino por un ideal poco halagador: pensar que en nuestro país “la vida resultaría barata”. En sus años aquí, no iba a mantener muchos más vínculos con la población aborigen que los estrictamente fornicatorios, por lo que no tuvo que ir más allá de su experiencia personal para escribir que “el habitante del norte que vaya en busca de sensaciones tiene todas las razones para visitar España”. El tiempo, sin embargo, ha hecho de Gerald Brenan no sólo un protomártir del turismo sexual, sino también –y ante todo- el príncipe de los hispanistas del siglo XX.
Como se ve, el turismo salvaje no es mal de ayer ni de hoy, seguramente porque tampoco es de ayer ni de hoy la noción de que hay cosas que es mejor no hacer y –por tanto- es mejor hacerlas lejos de casa. Y esa conversación que es el viaje siempre ha tenido sus cacofonías: del lado de los receptores, Mussolini, por ejemplo, clamaba contra los turistas ricos –“¡comen cinco veces al día!”- de manera no tan distinta a como clamamos nosotros contra los ingleses pobres o los rusos millonarios. En cuanto a la sobreabundancia de viajeros, baste recordar a uno de ellos: para cierto Frederick Frankland, a juzgar por el número de compatriotas, Florencia parecía Londres. Su testimonio es del siglo XVIII.
Aquellos turistas pioneros cometían “muchas locuras, de las que toda una vida no basta para arrepentirse”. En eso no son distintos los de ahora: mientras la humanidad sea como es y no como queremos que sea, no pocos preferirán las curdas baratas a la coctelería fina, las playas atestadas a las ermitas románicas, el sol a la niebla y el reggaetón al amor cortés. Unos morirán con el balconing como otros se llevaron a casa unas bubas sifilíticas, pero quizá también haya entre ellos un Brenan o un Boswell sin más tara que el sarampión de juventud. Para bien o para mal, si hoy tenemos turistas es porque antes tuvimos estetas. Se llama democracia, y es –entre otras cosas- una vieja manera de soportarnos los unos a los otros: a todos nos gusta considerarnos un viajero gourmet, pero, al final, siempre somos el turista de alguien.