Que nos dé la vida
16:30. Mucho calor. Madres y padres nos apiñamos en cuatro metros cuadrados de sombra de un colegio británico, mientras esperamos a que salgan los niños de sus clases. Observo que hay un hombre por cada cinco mujeres. Ellos, trajeados con corbata, los dejan por las mañanas y ellas suelen ser las encargadas de recogerlos por la tarde, porque no hay hombre que salga de la oficina a las cuatro.
16:30. Mucho calor. Madres y padres nos apiñamos en cuatro metros cuadrados de sombra de un colegio británico, mientras esperamos a que salgan los niños de sus clases. Observo que hay un hombre por cada cinco mujeres. Ellos, trajeados con corbata, los dejan por las mañanas y ellas suelen ser las encargadas de recogerlos por la tarde, porque no hay hombre que salga de la oficina a las cuatro. Esta es la división. Ellos los dejan de camino al trabajo y ellas… ellas no sé de qué trabajo sin horario se escapan para poderlos recoger. De trabajos como el mío, supongo, que vivimos de improvisar: guionistas, periodistas, amas de casa, escritoras a salto de mata, mujeres con horarios ajustados a esta sociedad absurda. Como estamos en los primeros días, aún vuelan saludos y besos de reencuentro. Ayer, una mujer morena charlaba con otra mujer muy rubia:
–¿Qué tal? No te he visto estos días.
–Es que las he sacado del colegio. Hoy solo han venido de visita porque querían decir adiós a sus amigas.
–¿Qué me dices? ¡No sabía nada!
–Mira, no me da la vida. Ya no podía con el kilometraje.
Mis cien kilómetros diarios en idas y venidas desde la vida campestre a la ciudad, me hacen pegar el oído. Descubro que viven igual de lejos que yo y que no soy la excepción épica y sacrificada que yo me creía.
–El año que viene los cambio. –dice la morena. –Tampoco puedo más. Estoy agotada. Ya son bilingües, así que, el año que viene, al lado de casa.
–Mira, y luego para que a mis hijas les pase lo que a mí. Yo hablo tres idiomas, Inglés, Francés y Alemán, y fue tener a las niñas y a la porra el trilingüismo, porque tuve que escoger entre no verlas o dejar la oficina. Esa es la cruda realidad.
Me quedé con ganas de intervenir. ¡Cómo las comprendía! Quise decirles: somos las mujeres mejor preparadas de la historia y seguimos igual que nuestras madres. O nos entregamos con pasión a nuestra carrera profesional y no le vemos el pelo a nuestros hijos o tiramos por la borda, no solo nuestros sueños, sino todo el esfuerzo económico y mental que nuestros padres pusieron en nuestra formación.
Pensé en mi madre, a la que admiro, a la que le debo mucho más de lo que soy consciente. La realidad es que a mí me dio este mismo ejemplo de heroína silenciosa del cuentakilómetros. ¿Para qué hizo tantos kilómetros por dármelo todo si ahora yo tengo que limitar mis aspiraciones para hacer cien kilómetros al día por mis hijos? La pregunta se responde sola.
Ella se levantaba a las seis de la mañana para que le diera la vida. A veces me desperataba la olla exprés, con aquel pitorro que daba vueltas enloquecido. Era mamá, preparando lentejas. La noche anterior no veía la película con nosotros porque andaba liada en la cocina dejando hecho un pollo al ajillo, por ejemplo. Después de desayunar, todos subíamos al coche y nos dejaba en el colegio. Se metía en el tráfico madrileño para dejar a mi padre -que no conducía- en su oficina de Nuevos Ministerios y después atravesaba todo Madrid para irse a Prado del rey, donde trabajaba ella. A mediodía, si el proyecto en el que estaba liada se lo permitía, se escapaba a comer con nosotros a casa, dándonos la sorpresa feliz de su cariño, y se volvía a marchar sin tomar café. Dos días por semana me llevaba a una academia de música y se quedaba aparcada en doble fila, dentro del coche, durante una hora oscura de invierno. Allí, en su Seat mil cuatrocientos treinta, redactaba algún texto o leía guiones del trabajo. Yo aprendí, sin que ella pretendiera enseñarme tal cosa, que si una mujer quiere que “le de la vida”, debe aprovechar cada minuto, madrugar mucho y, a ser posible, no cometer el error de casarse con un tipo sin carné de conducir. Con su independencia y su kilometraje me enseñó a ser fuerte, a no depender nunca de un hombre, a tener una carrera profesional cueste lo que cueste. Desgraciadamente, también me enseñó a vivir en un coche y a darlo todo por los hijos. Por eso yo, hoy, escribo este artículo en el parking del colegio, mientras espero a que mis niños bilingües salgan de clase, preguntándome si tanto viaje y tanta carretera los llevará más, mucho más lejos o los volverá tan buenos y tan tontos como yo.