Cataluña y el corazón
Las madres tenemos un sexto sentido. Las madres de 80 años, tienen, además, una sexta sensibilidad. Mi madre debía de saber que se acercaba el momento en el que su hija iba a escribir sobre estos miedos, por eso, el otro día me dijo: “¿De qué va tu próxima columna? No escribas sobre Cataluña. No quiero que nadie te insulte”.
Las madres tenemos un sexto sentido. Las madres de 80 años, tienen, además, una sexta sensibilidad. Mi madre debía de saber que se acercaba el momento en el que su hija iba a escribir sobre estos miedos, por eso, el otro día me dijo: “¿De qué va tu próxima columna? No escribas sobre Cataluña. No quiero que nadie te insulte”. Las hijas debemos de tener una rebeldía inconsciente, porque basta que las madres nos digan una cosa, para que hagamos la contraria. Así que aquí estoy, frente a la página en blanco, siguiendo instintos irracionales y pensando precisamente en eso. En las emociones inapelables que nos llevan a tomar decisiones fundamentales de convivencia.
Nunca, en lo que llevo de vida, recuerdo un tema político que más sensaciones intensas haya generado en más españoles al mismo tiempo durante tanto tiempo. Medito sobre eso. Medito sobre las interpretaciones, unas locas, otras cuerdas, unas cultas y otras brutas, de este tema catalán, porque en la democracia de un referéndum, todas valen lo mismo.
Están los españoles catetos, que no han salido de su pueblo y que tienen una idea cerril y absurda de Cataluña: ese lugar lleno de tipos maleducados, que no te hablan en castellano cuando les pides la hora, que son todos unos agarrados, y tal. Sé que se equivocan. Yo jamás he tenido una sola experiencia de mala educación en mis visitas a cualquier región de Cataluña igual que no la he tenido yendo a cualquier pueblo de cualquier parte, o a cualquier otro país.
Luego están los catalanes que son antiespañoles, equiparables en catetismo con estos españoles que decía, que creen que todos los españoles son unas bestias pardas con complejo de superioridad, que siempre han mirado por encima del hombro a los catalanes y que se pasan la vida hablando mal de ellos, a la menor oportunidad, y cuya peor especie habita en Madrid, donde todos somos fachas con banderita bicéfala en el reloj, que presumimos de ser más que nadie y que hablamos mal de todos los de fuera. También sé que están confundidos, porque en Madrid, hasta hace unos años, cuando empezó todo el tema del Estatut, jamás se hablaba de los catalanes, ni para bien ni para mal, igual que nunca se hablaba de los valencianos o de los ceutíes o de los extremeños. El motivo es sencillo: en Madrid nadie es de Madrid y ese no ser de ningún sitio es lo que te hace sentirte siempre en casa. (cosa gozosa, que recomiendo).
También están los catalanes que hunden sus raíces en otras regiones y que precisamente por eso abominan de ellas, abrazando el catalanismo, porque los abusones del colegio les hacían burla por llamarse Rodríguez, cuando muy posiblemente, la burla del abusón de turno partía del mismo dolor de no sentirse valorado por algún niño catalán. Están los que vivían la burla justo al contrario, mucho antes de la democracia, porque les decían que hablar catalán era de paletos o de sediciosos, y a pesar de ser su propio idioma, su cultura, su literatura y su alma, no se lo enseñaban a escribir en el colegio, obligándoles a sentir una dolorosa cojera intelectual.
Están también los catalanes que se sienten perfectamente catalanes y catalanistas, y crecieron siendo catalanes y españoles, bilingües sin complejos de ninguna clase, pero quieren romper con esa idea ficticia -como todas las ideas que toman la parte por el todo- de que España es un país carpetovetónico, seco de mente, franquista, mediocre, y buscan brillo e ilusión de modernidad en una Arcadia renacida de sus buenas intenciones. Temo que para ellos, España siempre será solo eso, porque un país no es lo que es, sino la suma de sus percepciones.
Están los españoles que se sienten dolidos por el rechazo de una sociedad con la que nos unen más cosas que nos separan, y están todas las combinaciones inimaginables, positivos y negativos de credos, culturas y desculturas.
Luego, también habrá millones de personas como yo, pues no me creo extraordinaria. Habrá millones de personas con heridas, complejos, corazones sensibles y desencantados. Personas incapaces de estar seguras de qué demonios pensamos y que para saberlo, nos ponemos a escribir en un esfuerzo por buscar respuestas, olvidándonos de las razones y siguiendo al corazón. Personas como yo, que tras pocas palabras sobre una página, entendemos que la realidad aquí es que el corazón lo sabe todo antes que el cerebro. El corazón hace tiempo que puso esa papeleta en la urna del referéndum emocional. Yo votaría que no a esa separación sin dudar. Otros corazones votarían sí, y lo tienen clarísimo, porque las batallas de las emociones y las razones, las gana siempre el sentimiento. Ahora hay que asumirlo y, si hay referéndum, cosa que yo no deseo, echarse a temblar.