Vivir peligrosamente
Dicen que asistimos en Catalunya al fin de una era y, aunque eso sea cierto, no hay un solo episodio en este frenético serial político que no pueda ser comprendido a través de quienes vieron lo permanente que hay en las cosas políticas precisamente porque son cosas humanas.
Dicen que asistimos en Catalunya al fin de una era y, aunque eso sea cierto, no hay un solo episodio en este frenético serial político que no pueda ser comprendido a través de quienes vieron lo permanente que hay en las cosas políticas precisamente porque son cosas humanas.
Hablo de los que comprendieron que no puede haber revolución de las sonrisas porque toda revolución es necesariamente triste. Si todo régimen y su correspondiente moral viven y perduran en las instituciones de una comunidad política determinada, la revolución siempre es vista como un crimen o una inmoralidad –cosas que sería sano seguir considerando tristes, incluso para cualquier independentista que desee un Estado fuerte. La tradición política a la que apela el independentismo catalán, de raíces liberales y republicanas, justifica la revolución únicamente ante las tiranías. Más allá de eso, ya decía Aristóteles que cambiar las leyes a la ligera constituye un mal porque fomenta la desobediencia, siendo preciso recordar que la ley tiene la fuente de su poder en el hábito de obedecerla –en Atenas y en un Estat Català. Las imágenes del 1-O serán, para muchos, la justificación del relato de una España tiránica, de una España que, paradójicamente, reprime duramente un referéndum sobre el que, días antes del mismo, ha dicho por activa y por pasiva que no es válido. Una parte muy significativa de Catalunya se va, probablemente para no volver.
Hablo de los que comprendieron que los regímenes perfectos solo existen en el discurso y, por eso, uno debería ser políticamente moderado. Moderado al aceptar que un régimen constitucional, con todas sus imperfecciones, es la mejor solución disponible para ir mejorando sin perder los logros conseguidos y para protegernos, también, de las excesivas esperanzas de los que creen haber descubierto el atajo hacia un régimen verdaderamente justo. Porque ese atajo, que es fruto de la más audaz de las esperanzas políticas, podría esconder también los peligros más oscuros que trae el poder cuando se emancipa de la ley, esto es, peligros que siempre sufren los que discrepan. Según muchos catalanes, España les ha negado la posibilidad de ser moderados, lo mismo que deben pensar muchos españoles de lo que ha hecho Catalunya en estos primeros días de otoño. Una diferencia –insisten algunos– es que el salto a la radicalidad de Catalunya era para votar una cuestión decisiva y el salto del gobierno español es para impedir-lo. Después del 1-O, esa moderación será vista, aún más y en ambos bandos, como una traición. La consecuencia es que nos toca vivir días peligrosos porque vivimos días de poder: bruto, sin refinar y, tal vez, fundacional.
Hablo de los que comprendieron que toda comunidad política puede ser, como mucho, una combinación de conocimiento y consenso. Por eso, mientras seguimos a la espera del conocimiento, tan peligrosa parece la ruptura hacia un nuevo estado contando solamente con la mitad de la población, como no adaptar la ley a las demandas de la gran mayoría de un territorio.
Ante un problema de dicho calibre y tal vez partiendo de estas lecciones, unos pocos vieron la solución en un pacto que permitiera tal comodidad de Catalunya en España como para garantizar el compromiso firme de la primera de seguir siendo parte de la segunda durante las próximas generaciones. Esto, por supuesto, es catalanismo moderado que, especialmente después del 1-O, seguirá sin gustar en Catalunya y sin tener audiencia en España. El resultado es que nos toca vivir peligrosamente y uno solamente puede vivir así en compañía de los suyos.