Ferlosio 90
Para evitar el oportunismo inherente a los obituarios, nada mejor que celebrar a los vivos mientras viven. Por eso está bien que el Ministerio de Educación y Cultura rinda homenaje hoy, cuando cumple noventa años, a Rafael Sánchez Ferlosio. Y ojalá que, a diferencia de lo que sucedió en Alcalá cuando recibió el Premio Cervantes, el augusto plumífero no tenga que pedir educadamente a la tuna que no le cante nada.
Para evitar el oportunismo inherente a los obituarios, nada mejor que celebrar a los vivos mientras viven. Por eso está bien que el Ministerio de Educación y Cultura rinda homenaje hoy, cuando cumple noventa años, a Rafael Sánchez Ferlosio. Y ojalá que, a diferencia de lo que sucedió en Alcalá cuando recibió el Premio Cervantes, el augusto plumífero no tenga que pedir educadamente a la tuna que no le cante nada. También va a publicarse, según parece, una biografía que no cuenta con su aprobación. Es natural: la vida de Sánchez Ferlosio está en sus obras, en una trayectoria admirable menos por sus actos que por sus palabras y expresión, toda ella, de una dedicación vocacional al estudio. Grafómano y erudito, se diría que la edad ha convertido a Ferlosio en un tótem, un sacerdote del pensamiento uniformado con bata y pantuflas. Pero se trata de una impresión creada por el periodismo, que insiste en ir a molestarle a casa para que diga que no ha leído nunca a Proust o que la humanidad presenta cada vez peor cara. A eso responden alarmados algunos tuiteros, blandiendo estadísticas del Banco Mundial: pasatiempos de la era digital.
Ciertamente, los años y las lecturas llevan al lector más entusiasta -y en mi generación somos muchos- a elevar algunas enmiendas parciales a su vasta obra. Uno advierte su excesiva dependencia de Adorno y Benjamin y Weber, por ejemplo, o repara en que sus escritos políticos son a menudo los de un moralista. Pero nada empece el disfrute de su escritura sinuosa, ni de sus distintos registros: el novelista, el aforista, el ensayista. Si Manuel Vicent dijo una vez que Ferlosio es el hombre que más sabe de cosas que no interesan a nadie, podríamos matizar que es él quien las hace interesantes gracias a la pura potencia de su pensamiento. Interesantes, además de divertidas: el humor de Ferlosio es un rasgo que suele pasarse por alto, pero que refulge en pasajes como aquel en que, tras describir las atrocidades cometidas a lo largo de la historia en nombre del progreso, anuncia la llegada de Hegel a la hoguera donde conversan San Agustín y Menéndez Pidal. O, ya que estamos en fechas entrañables, en el villancico donde canta al Niño Negativo: «nadie, nunca, nada, no».
De su vida sabemos lo que nos ha contado en un maravilloso texto autobiográfico y lo que dice esa corbata negra que lleva desde hace más de treinta años; a mí me basta. Lo demás está en sus libros, o en el silencio que media entre ellos: en los casi veinte años que separan El Jarama, novela de su consagración, de Las semanas del jardín, formidable ensayo con el que reapareció tras renegar -o casi- de la ficción. Y si algo ha caracterizado a nuestro hombre, desde entonces, es su emancipación psicológica del público: Ferlosio ha ido donde sus intereses y su pensamiento lo llevaban, ya fueran las crónicas indianas, la conscripción militar obligatoria o los informes del doctor Jean Itard sobre el niño feral hallado en un bosque de Aveyron a finales del siglo XVIII. Todo ello sin abandonar nunca su interés central por la lengua y el lenguaje: por lo que dice de nosotros y por lo que hacemos cuando la usamos. Esa libertad -libertad de un pesimista para quien la humanidad constituye una «interesante aunque desagradable curiosidad zoológica»- es acaso su última enseñanza. Ahora que estamos todos pendientes de los demás, él nunca ha estado pendiente de nadie. Y por eso ha logrado ser más interesante que muchos. Tenga un feliz cumpleaños.