Como dioses para nosotros
No recuerdo ahora qué historiador explicaba que, para nuestros ancestros, nosotros somos dioses, porque conocemos su futuro. Lo conocemos tan bien, de hecho, que a veces, más que en dioses, nos erigimos en poetas capaces de dar forma de relato a dilatados fragmentos históricos, acaso carentes de más consistencia que la que quiera darles una imaginación erudita.
No recuerdo ahora qué historiador explicaba que, para nuestros ancestros, nosotros somos dioses, porque conocemos su futuro. Lo conocemos tan bien, de hecho, que a veces, más que en dioses, nos erigimos en poetas capaces de dar forma de relato a dilatados fragmentos históricos, acaso carentes de más consistencia que la que quiera darles una imaginación erudita. Un ejemplo claro es el del historiador inglés Gibbon que, teniendo ante sí los vastos siglos precedentes, pudo interpretar mil años de historia romana bajo el signo de la decadencia de una forma de vida.
A menudo me pregunto cómo contaran los historiadores de mañana esta época en la que vivimos: el primer cuarto de siglo del tercer milenio. Ellos serán, en efecto, como dioses para nosotros, olímpicos poseedores de la pieza que descodifica todas las historias: el futuro. Recordemos, por ejemplo, cómo se cerró el año 2016: con campanas tañendo por el orden liberal y pluralista instaurado tras la Guerra Fría y el anuncio de que la planta venenosa del nacionalismo volvía echar vástagos por todo Occidente. Así parecían corroborarlo las novedades de Trump y el Brexit, tan impactantes que fueron vistos casi como advenimientos teológicos. Sin embargo, elección tras elección –Holanda, Francia, Alemania– el viejo orden liberal ha desmentido en 2017 la tendencia, hasta el punto de que resulta tentador ver como un vistoso y reversible epifenómeno lo que parecía auroral el año pasado. Tentador pero precipitado, porque los augurios siguen siendo ambiguos: En Europa la tentación nativista es ya una constante en cada elección, Putin se encamina a su cuarta relección y China consolida su influencia global.
En nuestro país también hemos asistido a acontecimientos cuyas consecuencias últimas son difíciles de calibrar. El estrepitoso y traumático acto final del proceso independentista catalán arroja un saldo incierto. También aquí nos movemos en esa zona del día en que la calidad de la luz no permite distinguir bien entre alba y ocaso y el probable empate en las elecciones de mañana no disolverá la bruma. Y aunque uno barrunta sus propios vaticinios, mantengamos en jornada de reflexión una cautelosa reserva sobre lo que nos aguarda. No sea que los historiadores del futuro, como dioses para nosotros, nos pongan en evidencia.