Cuando la moral sale por la puerta, la moralina entra por la ventana
¿Era posible organizarnos sin la fe compartida en algún Dios, algunos principios, alguna moral? La cosa acongojó tanto a estrictos cientificistas (así, Durkheim y su preocupación por la “anomia”) como a literatos.
Un asunto frecuente para los intelectuales del siglo XIX fue el de cómo organizar una sociedad que cada vez creía menos en ciertos valores comunes. ¿Era posible organizarnos sin la fe compartida en algún Dios, algunos principios, alguna moral? La cosa acongojó tanto a estrictos cientificistas (así, Durkheim y su preocupación por la “anomia”) como a literatos: buena parte de la obra de Dostoievski refleja parejo desasosiego. Le debemos, de hecho, a él un buen resumen de este desvelo: “Si Dios no existe, todo está permitido”, afirma su personaje, Iván Karamázov, en una frase que conserva toda su fuerza si sustituimos “Dios” por cualquier otra fe.
Contempladas más de un siglo después, estas inquietudes podrían parecer innecesarias. Al fin y al cabo, han pasado los decenios, ha pasado la fe en un dios común, han pasado unas u otras morales, y no parece que vivamos en el desenfreno permisivo que a Dostoievski o Durkheim atemorizaba. Se diría incluso que ocurre justo lo contrario. Basta asomarse a medios y redes sociales para comprobar que vivimos probablemente una de las etapas más moralistas de la historia de la humanidad. Los predicadores de hoy ya no visten sotanas, pero ello no les empece para reconvenirte si te gustan películas navideñas como Love Actually, si tu rey mago favorito es un Baltasar maquillado de negro, si eres un chico y te aburren los anuncios de higiene femenina. Se diría que no hay palabra, obra u omisión con que uno u otro clérigo no esté dispuesto hoy a sermonearnos.
¿Qué ha sucedido? ¿Erraron en sus predicciones los intelectuales decimonónicos que presagiaban un futuro licencioso y amoral? La verdad es que hemos de reconocerles a dos de ellos el haber sido lo bastante sutiles como para darse cuenta de qué se nos venía encima. Uno de ellos es bien famoso: el alemán Friedrich Nietzsche. El otro lo es algo menos: el ruso Vladímir Soloviov.
Tanto Nietzsche como Soloviov sabían que se acababa la época en que los europeos podíamos vivir acurrucados bajo una fe común. Pero también intuyeron que ello estaría lejos de implantar en nuestro continente el lema del “Todo vale”.
Nietzsche, que usó la bien conocida metáfora de “la muerte de Dios” para ilustrar el adiós a toda moral compartida, empleó otra menos popular para aventurar cómo viviríamos tras ese deceso: “el último hombre”. Este último hombre sigue siendo tan conformista como el más conformista de los humanos anteriores; pero ahora resulta especialmente ridículo, pues su conformismo no procede de una fe (que ya no puede tener) en uno u otro valor. Si el último hombre acepta la moral que otros le imponen sobre las películas, sobre los reyes magos negros o sobre cualquier otro asunto, es por mera debilidad: incapaz de crear y creer sus propios valores, demasiado frágil para dar sentido a su propia vida, tiene que coger esos sentidos prestados de los demás, aunque estén ya usados y, como chaquetas de segunda mano, no le ajusten del todo. El último hombre cree en todo porque en el fondo no cree en nada y ha asumido que la moral es solo un juego en que intentamos caer bien a los demás. El último hombre es el más esclavo de los hombres, pues es esclavo de todos ellos.
Las ideas de Soloviov resultan, si cabe, aún más desalentadoras. Para él, caminamos hacia un mundo en que todos los mandamientos del cristianismo que se ha querido abandonar volverán punto por punto a dominarnos: existirán gobernantes que nos proporcionen todo tipo de bienestar, multiplicando, se diría, panes y peces; se querrá obligarnos, en ese marco plácido, a vivir una compasión universal; se querrá que acatemos una actitud de mansedumbre ante todos los demás. Vendrá una época que parecerá la más humanitaria de todas, la más afanada en la asistencia social, una época de solidaridad, de diálogo, de progreso, de ecología, de respeto. Pero será también la época más totalitaria de todas: ni un resquicio de nuestras vidas quedará a salvo de las ansias de este nuevo poder, de este nuevo Cristo, tan similar al Cristo antiguo, pero en el que Soloviov veía su contrafigura: el Anticristo al que aluden las epístolas de San Juan.
¿Queda alguna vía de salida frente a estos lúgubres panoramas? Nietzsche y Soloviov también captaron, cada uno a su manera, que hay algo que ataja tanto a los moralistas de antaño como a los de hogaño: la gracia con que un niño se toma la vida. El modo en que es capaz de darle sentido sin necesidad de moral alguna que sancione sus actos. La indiferencia que siente ante los predicadores. Estos días en que se acerca la conmemoración de una natividad tal vez no sea mal momento para recuperar esa virtud de los niños y reírnos, con ellos, de cualquier moralina que aspire a dominar nuestras vidas, por bondadosas, solidarias, progresistas y empáticas que sean sus ansias de poder.