La educación de un instinto
Yo era, lector, de los que pedían permiso. Con el paso de los años, y aminorado ya el sentimiento de ridículo que aún me suscitan no pocos episodios de mi torpe adolescencia –mas por amor se puede hacer el ridículo– crece en mi ánimo la sospecha de haber perdido, por timidez, más de un beso, o lo que es peor y más grotesco, de haberlo perdido por la vanidad, propia del pedante, de pensar que al amor se llega a través de las palabras.
Yo era, lector, de los que pedían permiso. Con el paso de los años, y aminorado ya el sentimiento de ridículo que aún me suscitan no pocos episodios de mi torpe adolescencia –mas por amor se puede hacer el ridículo– crece en mi ánimo la sospecha de haber perdido, por timidez, más de un beso, o lo que es peor y más grotesco, de haberlo perdido por la vanidad, propia del pedante, de pensar que al amor se llega a través de las palabras. Con admirado pasmo observaba la muy otra manera de actuar de mis amigos más duchos, peritos en el arte de deshacer las situaciones de incertidumbre sexual con un gesto y no como yo pretendía, ay, con un verso; gesto, para mí mágico, que bauticé con el nombre de «maniobra x»: la acción audaz y relampagueante que rompe, con permiso solo intuido, y por tanto nunca seguro, el hiato entre dos cuerpos que se atraen.
Me pregunto hoy si la «maniobra x» no estará en vías de extinción. La campaña de concienciación contra el acoso sexual a raíz el caso Weinstein ha dado fuerza a una idea que lleva tiempo sugiriéndose como el modo más eficaz de evitar situaciones violentas y potencialmente traumáticas durante los encuentros románticos: transitar de una cultura donde el consentimiento sexual suele ser tácito o presentido, a una en que sea expreso y certificado. Se trata de la política del «ask first» o «pregunta primero», presente desde hace tiempo en muchos campus de Estados Unidos, y ahora facilitada por la tecnología del smartphone. Estos días, se discute en Suecia una reforma legal que, con objeto de facilitar la prueba de violación, hará necesario el previo consentimiento explícito antes de iniciar una relación sexual. La propuesta tiene sus críticos: compraríamos seguridad al oneroso precio de protocolizar al máximo las relaciones eróticas, privándolas de toda espontaneidad e instalando un contraproducente clima de suspicacia entre los sexos.
La cuestión del consentimiento, expreso o tácito, es clave tanto en el movimiento #metoo como en la réplica –o matizada y parcial crítica– contenida en el manifiesto con el que cien mujeres francesas han salido al paso de lo que creen contraproducentes excesos vindicativos. Cuesta entender, en todo caso, la necesidad de tomar partido. Las activistas del #metoo han mejorado el mundo, librándolo o achicando el espacio de los déspotas sexuales, y las intelectuales francesas disidentes han mejorado el debate, librándolo de maniqueísmos y simplificaciones. Las primeras invitan a los hombres a hacer examen de conciencia en su relación con las mujeres. Las segundas invitan a las mujeres a comprender que los riesgos en el ejercicio de la libertad incluyen también el que otra persona libre no sepa hacer un uso virtuoso de la suya. Unas y otras, estoy seguro, estarían de acuerdo en que algunos casos son difíciles de juzgar. Como todos los debates interesantes, este es un debate de límites, donde la frase lapidaria tiene todas las papeletas para ser una tontería. Y donde es probable que toda postura extrema quede arrinconada en la práctica: en el tira y afloja entre el instinto y la educación, aspiremos a tener unos instintos educados.