La paradoja del activismo
Durante los últimos meses, el feminismo occidental se ha convertido en protagonista indiscutible de la vida pública: no hay día que pase sin que sus reivindicaciones sean apasionadamente discutidas en medios y redes. Su impacto es, o parece estar siendo, sobresaliente. Pero si dejamos ahora a un lado el debate sobre el contenido de esas reivindicaciones y nos fijamos en la estrategia mediante la cual se presentan al público, toparemos con una de las paradojas que aquejan a cualquier activismo mínimamente exitoso.
Durante los últimos meses, el feminismo occidental se ha convertido en protagonista indiscutible de la vida pública: no hay día que pase sin que sus reivindicaciones sean apasionadamente discutidas en medios y redes. Su impacto es, o parece estar siendo, sobresaliente. Pero si dejamos ahora a un lado el debate sobre el contenido de esas reivindicaciones y nos fijamos en la estrategia mediante la cual se presentan al público, toparemos con una de las paradojas que aquejan a cualquier activismo mínimamente exitoso.
El asunto es sencillo: las condiciones en que se desarrolla el debate público obliga a cualquier movimiento social a presentar sus argumentos de la manera más ruidosa e hiperbólica posible, contando a su vez el mayor número de participantes que pueda convocar, dando con ello preeminencia a las versiones más radicales de sus planteamientos. Si optase en cambio por las buenas maneras y la discreción comunicativa, el activista no aparecería en los medios de comunicación ni se haría con un espacio suficiente en las redes sociales: pasaría desapercibido. Sería deseable que las cosas fuesen de otra manera y la calidad de los argumentos bastase para su ordenada evaluación pública en un marco democrático. Pero no es el caso ni, por razones que no vienen al caso, lo será jamás: quien no grita, no existe. Dicho en sentido figurado y aunque gritar no sea, ni mucho menos, lo único que uno haga.
Por eso, la gala de los Premios Goya se llenó de abanicos que demandaban «más mujeres» sin que estuviera del todo claro a quién se dirigía esa demanda o dónde debe materializarse exactamente. También por eso, Irene Montero ha defendido el empleo de la palabra «portavoza» como alternativa al sexista «portavoz», sin que se haya levantado todavía nadie para exigir con arreglo al mismo razonamiento léxico que -un suponer- el gimnasta de sexo masculino pase a denominarse «gimnasto». Esa misma lógica maximalista es la que ha convertido en culpables sin juicio previo a algunos hombres, presuntos acosadores que han dado sin querer nueva vida al viejo refrán castellano que habla de los justos que pagan por los pecadores.
Resulta de aquí un debate distorsionado, de alto contenido emocional, que gira en torno a las ideas más extremistas y menos razonables a ambos lados de la trinchera. Aquí también concurren razones estratégicas: se diría que solo el radicalismo reivindicativo conduce al reformismo político, pues solo quien pide lo más consigue lo menos. O sea: si pides dos, te dan uno; si pides 20, quizá te den 10. Esta regla se aplica a cualquier movimiento social y no solamente a los que nos gustan, pues también quien alerta contra la islamización de la cultura europea o el fin demográfico del hombre blanco está forzando el pie retórico. Lo dicho: quien no grita, no existe.